jueves, 5 de noviembre de 2015

Continuación del relato iniciado por Leonardo Padura

NIEVA

 “Aunque en Cuba insistieron en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables revivían la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido...” 

Siempre lo tuvo presente... El día que descansara para siempre sería en su pueblo natal, Nieva. Así se llamaba aquel pequeño pueblo costero que pertenecía al concejo de Gozón. Nieva tenía a sus pies una playa de casi 2 kilómetros, Xagó. Cada vez que veía la mar, fuese donde fuese, su memoria se trasladaba siempre a a la playa en que tantas veces se había bañado y a la que en tantas ocasiones se acercaba con su abuelo Manuel a coger llámparas y mejillones, qué rico placer... Podía aún saborearlo cuando la nostalgia se hacía presente. Recordaba tan nítidamente aquella arena blanca salpicada de ocle y cómo el abuelo y otros vecinos lo recogían a lo largo de la playa. Los mismos que recogían madera de los montes cercanos y de la misma playa: las olas arrastraban muchos troncos a la orilla y los paisanos se ayudaban partiéndolos y llevándose la leña a sus casas. No había más de cuarenta casas en el pueblo de Nieva y allí vivían unos 80 habitantes. Creo que a día de hoy, solo tiene 30 habitantes y ya no lo consideran ni pueblo. 

Cada vez que viajaba con la mente, retrocedía a su pueblo querido. Qué recuerdos de la cata de las vacas... a veces el abuelo Manuel le salpicaba con una tetilla. Sus padres, Juan y María, siempre le decían que de mayor tenía que irse, que el pueblo no tenía futuro para nadie. Ellos querían que su hijo viajara y tuviera una vida diferente a ellos. Sin embargo, a su hermana Lola que era 7 años más joven que él, no le decían lo mismo. La mandaban cocinar y la enseñaron a coser. Decían que una mujer tenía que saber llevar una casa. A mí me gustaba ir a todos los sitios con el abuelo. Siempre que paría una vaca, me llevaba con él; decía que tenía que ir aprendiendo. También en esto los vecinos se ayudaban, la colaboración de todos era muy importante, ya que la cría, el “xato”, se podía morir. Cuántas cosas me enseñó el abuelo, cuántos caminos recorridos juntos. Había poco más de 7 km hasta la villa de Avilés y los lunes bajábamos a vender al mercado. Nadie nos acompañaba. Vendíamos tomates, lechugas, gallinas, conejos, alubias... qué ricas. ¡Cómo recuerdo el sabor de la fabada con chorizo que madre cocinaba!. Ya tenía yo 12 años cuando el abuelo Manuel nos dejó. Una gran tristeza inundó todo mi ser. Fue una madrugada triste del 15 de septiembre. Todo cambió a partir de ese día. Aquella Navidad nadie quería hablar; supongo que todos estábamos pensando en él. 

La abuela María nos había dejado cuando yo era aún más pequeño y casi no guardo recuerdos de ella. Pero del abuelo conservo millones de recuerdos... hasta mis 12 años. Mi hermana Lola ya tenía los 17 cuando contrajo matrimonio con Jaime, un mozo del pueblo de Manzaneda, un chaval buenísimo que trabajaba en el campo y al que le gustaba la cuadra mucho. Fue poco después cuando yo decidí hacer ese viaje. Nunca olvidaré el momento de la despedida con mis padres. Su “adiós, escribe pronto, hijo”... Fue mi cuñado Jaime quien me acercó a la villa de Avilés. De allí salía mi barco, que viajaba a las Américas. 

 Afortunadamente, el contacto con la familia ha sido siempre bueno. Mi hermana y mi cuñado ya tienen tres hijos: Manuel, María y Jaime. En mi caso fueron dos: Manuel, como no podía ser de otra manera, y Covadonga, así lo tenía todo conmigo. Solo espero que mis hijos puedan echar al viento mis cenizas en la orilla de la playa de Xagó.

Paula Guardado, 4ºB




SEGUNDAS OPORTUNIDADES 

 Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos mas ingobernables revivían en la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido… Manuel estaba muy orgulloso de ser asturiano y aseguraba que cuanto más lejos estaba más asturiano se sentía. Aunque en su juventud tuvo que abandonar Asturias, Mejido nunca olvidó la lluvia, la fabada, los campos verdes, sus paisanos… Asturias siempre estaba presente en él. Sus primeros años en Asturias no fueron fáciles. Un asma muy fuerte afectó sus pulmones sus primeros doce años en el pequeño pueblo asturiano. Durante doce largos años Mejido tuvo que recibir todos los días una medicación muy agresiva pero con el apoyo de sus padres y de los médicos poco a poco logró salir adelante. Durante sus años de juventud en el pueblo Manuel, experimentó los primeros amores y desamores. Allí también encontraría su vocación ya que durante doce años un médico iba todos los días a su casa y tras curarse, seguía habiendo médicos en la casa debido a la enfermedad de la abuela Felisa, por eso Manuel decidió ayudar a los demás y con tan solo 25 años, y tras haber acabado sus estudios, emigró a Cuba con la intención de ayudar a los más desfavorecidos. Durante su estancia allí fue el cirujano más prestigioso de la isla. Tras su partida hacia Cuba todo en su vida cambió: pasó de vivir en una casa de un humilde pueblo de tan solo 50 m² con sus ocho hermanos, su madre y su abuela enferma a vivir en un exitoso barrio de la ciudad de La Habana, en una gran casa solo ya que Manuel adoraba la soledad, decía que era la mejor forma de encontrarse a uno mismo. Pasó de pasar penurias económicas y de no tener para comer a ser él el que suministraba la comida a los pobres que se situaban a las entradas de los supermercados más concurridos del barrio, porque a Manuel le encantaba ayudar a los demás. Pero el destino le jugó una mala pasada, el 25 de diciembre de 2008, coincidiendo con el día de Navidad, un día alegre en la mayoría de los hogares, Manuel tuvo un fatídico accidente de coche mientas viajaba a la Habana para ultimar compras navideñas. Este accidente le dejó en coma durante seis largos años en los que Sofía, su única hermana viva, los pasó a pie de cama con Manuel ya que nadie se acordó de él durante este tiempo. Parece increíble que el destino juegue así con la vida de un hombre que lo dio todo por la gente que lo rodeaba y que esa gente no se acordara de él en esos duros momentos. Sofía estuvo día y noche a su lado, hasta que un día después de seis años Manolo despierta del coma, y con la ayuda de su hermana va recobrando la memoria y las ganas de luchar para recuperarse pronto. Ocho meses más tarde tras despertar del coma, recibe el alta y decide seguir con la vida que tenía antes ayudando a la gente. Pobre Manuel, qué ingenuo era, era demasiado bueno para la sociedad de hoy en día, esa gente a la que ayudaba diariamente le volvió a fallar cuando sumido en las deudas tuvieron que embargarlo. Manuel se encontraba en la calle sin ninguna pertenencia más que su trabajo que un par de meses después perdió ya que “no era normal que un cirujano viva en la calle” según testificó el gerente del hospital. Él que había sacrificado su vida por su trabajo, de la noche a la mañana se encuentra sin nada de lo que había logrado tener, con el sudor de su frente en Cuba. Menos mal que en el mundo, todavía queda gente buena y amable. Un día mientras deambulaba por las calles de un barrio marginal, Mejido se encuentra con la madre de niño con cáncer al que él mismo había operado y había logrado recuperarse, éste le contó la historia de su vida tras el accidente y la mujer la cual estaba muy agradecida a Manuel decidió acogerlo en su humilde pero acogedora casa en la que vivía con su hijo Óscar. Manuel estaba muy agradecido pero no podía aceptar tal regalo, no quería ser ninguna molestia para su familia, pero María (la madre de Óscar) insistió y logró que Manuel se quedara en su casa. Mejido ayudaba mucho en casa, hacia la compra, la comida, ayudaba a Óscar con sus deberes… Y como el roce hace el cariño, María y Manuel se enamoraron y empezaron una relación seria. A día de hoy Manuel vive en la Habana con María y Óscar, al que considera su hijo. El gerente del hospital, tras enterarse del repentino cambio de vida de Manolo decidió volver a ofrecerle el trabajo al mejor cirujano de La Habana, pero él ya no quería, le llovían las ofertas en aquella ciudad. 

Al final la vida trata bien a la gente que se lo merece ofreciéndole segundas oportunidades. 

Ana Belén Sújar García 4ºD 



UNA VIDA EN BLANCO Y NEGRO 

“Aunque en Cuba insistieron en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano.” Y no lo hacía porque consideraba que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido…” 

 Pensé en la suerte que tenía de no estar lejos de mi tierra por necesidad, si no por mero placer, el placer de viajar. Y en cómo, a veces, llegaba a disfrutar un poco de la nostalgia que suponía estar lejos de casa.

 - ¿Puede enseñarme el DNI, por favor?
 - Sí, aquí tiene.

 Aquella señora gordita y de pelo alborotado me recordaba a mi abuela, llevaba un mandil de cuadros parecido al que ella se ponía para cocinar los domingos que íbamos a su casa. 

- Entonces, dos noches con desayuno… 105 euros, me los puede pagar a la salida , si quiere. 
- Vale, mejor, gracias. - Su habitación es la 15, aquí tiene la llave. Está en el primer piso, en el pasillo de la izquierda. Tiene muy buenas vistas, ya verá.
 - ¡Muy bien, muchas gracias! 

 Cogí mi maleta y empecé a subir las escaleras. Eran viejas y algunos crujían. Al llegar al primer piso, me encontré una cómoda de madera, desde la que empezaban los pasillos. Vi un plato con bombones y no me pude resistir. Me fijé en dos marcos de fotos que estaban sobre la cómoda. Eran dos fotos viejas, en un blanco y negro muy gastado. En la primera se veía a un joven detrás de un mostrador, con estanterías llenas de botes de conservas detrás. El chico sonreía, llevaba una camiseta de tirantes blanca y me dio la impresión de que se había pasado mucho tiempo trabajando allí. En la segunda, aparecía un señor, esta vez más serio y vestido de traje. Detrás, estaba el escaparate de una tienda y arriba pude leer “Ultramarinos Mejido”. En seguida relacioné a aquel hombre de traje con Manuel Mejido y también con el chico del mostrador, que parecía haber conseguido tener su propio negocio. 

 Llegué a mi habitación pensando en la historia del Asturiano Manolo, en su final y en la relación con ese hotel, que desde fuera parecía un palacio. Las vistas eran realmente espectaculares, la ladera de un pequeño monte, salpicado de casas y un valle verde y profundo que, desde mi ventana no acababa. Una paleta de verdes, Asturias. En el jardín,de un verde más claro, se alzaba una palmera altísima. Me eché un rato sobre la cama. Ya empezaba a tener hambre, así que decidí salir a dar un paseo y buscar un sitio para cenar. 

 Cuando estaba a punto de salir a la aventura en ese pueblo perdido, que parecía tener pocos sitios para cenar; me acerqué a la señora de recepción, que estaba leyendo una revista, para que me recomendara algún bar o restaurante.

 - Aquí, en el pueblo, sólo hay una sidrería. Ponen pinchos, a estas horas, no te aseguro nada. Lo mejor es que bajes a Cudillero. Allí mismo en el muelle, lo que quieras.
 - Pff, es que no me apetecía coger el coche. He estado en Cudillero por la mañana. Bueno, tendré que probar esos pinchos ¡Jajajaja! Gracias, de todas formas. Ya estaba saliendo por la puerta…
 - ¡Espera! Si quiere le puedo calentar les fabes que sobraron de la comida de hoy, ya sé que no se suelen tomar fabes para cenar pero, mejor que los pinchos seguro que están…
 - ¿En serio? Pues sí, se lo agradezco mucho, de verdad.
 - No te preocupes, mujer. Yo encantada 

 Me llevó a un salón muy acogedor donde se daban los desayunos. Las fabas estaban riquísimas, ya me lo había dicho todo el mundo que había estado en Asturias. Pero, yo creo que el hecho de que me las sirviera una señora tan parecida a mi abuela en un salón como aquel, hizo que me gustaran más. Mientras se levantaba con los platos vacíos y los cubiertos, me preguntó:

 - ¿Te apetece algo de fruta? Tengo un poco de requesón, o ¿Un cafetín?
 - Lo que más rabia le dé, lo que tenga por ahí más a mano, de verdad. 

Cuando pelaba la manzana no pude resistirme a saber.

 - Una pregunta, me estuve fijando en las fotos que hay en la cómoda del pasillo y en el cartel que hay en la mesa de recepción: ¿qué fue de Manuel Mejido?
 - ¡Eres la primera persona que me lo pregunta! Manolo era el hermano mayor de mi padre y de joven se fue a trabajar a Cuba, ya sabes, como tantos otros, de aquí marcharon varios. Empezó de tendero y acabó siendo el dueño de tres tiendas de ultramarinos en la Habana. Soñaba con volver a Asturias y construirse su casa de indiano, como hacían todos los asturianos que regresaban de la isla. Pero, enfermó y nunca volvió a la tierra que tanto quería. Su viuda cumplió su último deseo, el de descansar en Asturias. Y construyó esta casa. Vivió aquí hasta que murió y la convertimos en este pequeño hotel, porque de no ser así, nunca podríamos mantenerlo. 

 Estuve hablando un poco más con aquella señora tan agradable. Y creo que me encariñé con ella y con la casa, hasta con Manuel Mejido. Tal vez, todo era consecuencia de estar en una casa de verdad después de tanto tiempo fuera de la mía. 

Carmen Fernández Casal, 4º ESO B 



LA GUERRA NOS MARCA PARA SIEMPRE  

Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: «Asturiano. Soy asturiano». Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido, donde se había criado y donde había sido feliz. Porque lo cierto es que era un hombre de montaña, un verdadero aldeano. Y Manuel no se avergonzaba de ello, más bien era un gran orgullo.  

Pero, ¿por qué emigró a Cuba, si tanto le gustaba su pequeño pueblo? Empezaremos desde el principio:  

Cuando Manuel nació, su madre murió en el parto. Era hijo único y todo lo que a su padre le quedaba en el mundo era este niño. Así que cuidó de él y le dio todo el cariño que pudo. Manuel creció feliz, y su padre lo adoraba. Iban juntos a todos los sitios, pues tenían recursos para viajar. Durante su infancia recorrieron todo el Principado de Asturias y contemplaron los bellos tesoros que esta verde región del norte ofrece. 

Desgraciadamente, el día que comenzó la Guerra Civil Española, todo cambió. El padre de Manuel, republicano de pies a cabeza, participó activamente en el enfrentamiento. Lo mismo hizo su hijo, quinceañero por aquel entonces.  

Una mañana un grupo de falangistas llegaron a su pueblo con una lista y se llevaron a todos los republicanos que había. Manuel consiguió escapar gracias a unos amigos; no así su querido padre, que probablemente sería torturado y arrojado vivo al Pozu Funeres. 

El peligro de correr la misma suerte que su padre y el recuerdo de éste hicieron que Manuel se decantara por exiliarse a Hispanoamérica, donde fue bien recibido y donde inició una nueva vida, tratando de olvidar sin éxito sus viejos y buenos tiempos… 

Ahora, con la muerte del Dictador, a sus casi setenta años de edad, Manuel podría volver a Asturias. Ahora por fin podría revivir su infancia. Ahora, y sólo ahora, volvería para recordar aquellos días maravillosos, que pertenecían a un pasado casi olvidado, a otros tiempos que no volverían… 

Manuel ya había preparado las maletas, ya tenía el billete de avión y ya había guardado todos sus ahorros en una cartera de cuero reservada para una ocasión muy especial: el viaje de retorno a su tierra natal. 

El vuelo por encima del Océano Atlántico se le hizo largo, la nostalgia comenzaba a aflorar en su memoria y la espera se le hacía insufrible. Fue entonces cuando empezó a trajinar algunos planes: construiría su mansión con una enorme y bella palmera, además de algunas escuelas… Todo estaba calculado hasta el último centavo. El resto, para su querida Adela. ¿Qué sería de ella? 

La primera noche la pasó en Avilés, una pequeña ciudad que crecía sin freno gracias a la industria. Más tarde visitó el alto Cabo Peñas, desde el cual, con un poco de imaginación, se puede ver Inglaterra. También fue a Gijón, por donde había paseado tantas veces de la gran mano de su padre, escuchando numerosos relatos de marineros y barcos. Además estuvo en Cudillero, el pequeño y hermoso pueblo marinero donde tantas veces había comido grandes platos a rebosar de marisco fresco. Y cómo olvidarse del idílico pueblo de Taramundi, una verdadera maravilla. ¡Cuántos molinos había fabricado con ayuda de su padre! Por último, y no menos importante, se dirigió a la capital de su pequeño país: a Oviedo. La suntuosa catedral, los verdes y frescos parques y las asombrosas vistas desde el Monte Naranco le transportaron a tiempos que jamás habría imaginado que volverían.  

Ahora que Manuel había saldado la deuda con su progenitor, era la hora de reunirse con él. Ya podría descansar en paz eternamente.

Amanda Cuesta López, 4ºC




EL GALLEGO MANOLO

Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: «Asturiano. Soy asturiano». Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido. Aquel pueblo era especial, era el mejor pueblo del mundo.

Cuando era pequeño, Manuel vivía en Tazones, donde en aquellos tiempos casi no había gente pero eso era la mejor parte. Salía a jugar con sus amigos: Juan, Teo, Emilio y Pedro. Cada tarde a las 4, después de comer, salían a jugar a la calle, como tenía que ser porque con los tiempos que corren los niños se pasan la vida delante de la televisión con la consola. Se pasaban fuera de casa hasta el atardecer y sus madres gritaban por la ventana que volvieran para casa que era la hora de cenar. Eso era una infancia de lo más activa y buena. Y las niñas del pueblo… La gente dice que las pueblerinas son ordinarias y feas pero aquellas niñas eran la alegría de la huerta.

Los veranos los pasaba en Galicia con sus tíos. Quizás por eso lo llamen el Gallego Manolo, porque el acento gallego se pega muy fácil y al fin y al cabo no hay tanta diferencia entre el acento gallego y el asturiano.

A los 16, un día de invierno, habló por primera vez con la niña más guapa del pueblo, Elena. Era la hermana pequeña de Teo y aunque Manuel y ella se veían mucho nunca mantuvieron una conversación larga como aquel día. Fue entonces cuando Manuel se enamoró perdidamente de Elena. ¿Cómo le iba a decir Manuel a su mejor amigo que le gustaba Elena y que iba a intentar cortejarla?
No fue difícil que Teo le diera sus bendiciones, lo que sí iba a ser difícil sería que los padres de Elena se las dieran a Manuel. Pero todavía era pronto para contárselo a sus padres. Eran jóvenes y no sabían lo que podía pasar.

A los 22 años Manuel y Elena se casaron. Una boda sencilla donde invitaron a la mayoría del pueblo. Se casaron en la Iglesia de Santiago de Gobiendes. Fueron de viaje de novios a Cádiz y cuando volvieron comenzaron su vida como matrimonio. Elena trabajaba de costurera y Manuel de camarero en el restaurante más prestigioso de Tazones.

Unos años más tarde fue la Guerra Civil Española y Manuel tuvo que dejar su trabajo de camarero para combatir. No fue fácil pero consiguió salir de allí con vida y nada más que con una pierna rota y muchas ganas de volver a casa y ver a Elena.

Nueve meses después de su regreso tuvieron a Alberto, el primero de tres. Un año más tarde llegaron las gemelas Cecilia y Teresa.

Tuvieron una infancia parecida a la de sus padres. Los niños fueron al mismo colegio que los hijos de los amigos de Manuel y Elena.

Cuando Alberto tuvo 7 años se mudaron a Mieres porque la tienda de Elena amplió y la nombraron jefa de ese establecimiento.

Ya en la gran ciudad las cosas cambiaron. Iban a Tazones todos los fines de semana a casa de sus abuelos y los críos a ver a sus amigos de pueblo. Pero ya no eran niños, ahora eran adolescentes y las cosas cambian.

Elena y Manolo seguían felices como siempre. Llegó el momento de la jubilación. Primero ella que llevaba toda su vida de costurera y luego él, que al llegar a Mieres cambió de camarero a trabajar en una agencia de viajes. Gracias a sus trabajos a sus hijos nunca les faltó de nada pero hubo momentos duros en los que tuvieron que ayudar Teo, el hermano de Elena a salir adelante porque lo habían echado de Maderas López S.A.

Que rápido crecen los niños y ahora no tan niños. “Seguirán siendo mis pequeños”. se decía a sí mismo Manuel cada vez que era el cumpleaños de uno.

Cada uno hizo su propia familia: Alberto se casó a los 26 con una hermosa joven llamada Marina y tuvieron 2 niños, Jorge y Gabriel. Cecilia se casó tres años después de su hermano mayor con Ángel, el dueño de una gran empresa de Langreo y tuvieron a Daniela.

Manuel ahora vive en Cuba con su mujer Elena. Dentro de un mes volverán a su tierra para la boda de Teresa. Se casa con Pedro, el hijo del dueño del bar donde trabajó Manuel antes de irse a la guerra.
Cada día este hombre mayor y cansado de su largo paso por el mundo se pregunta si hubiera cambiado algo de lo que hizo durante su vida. Luego se contesta a si mismo que no cambiaría absolutamente nada. “Tengo una esposa maravillosa, unos hijos perfectos y unos nietos preciosos, ¿qué más puedo pedir? Ya se: que me llamen más a menudo el Gallego Manolo, que estoy muy orgulloso de ello”.

Carla Pereiro Pérez, 4ºA



ASTURIAS, SIEMPRE EN LA MENTE Y EL CORAZÓN DE MANUEL 

 Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido... y, aunque Manuel se encontrase muy cómodo en Cuba, no podía sacarse a Asturias de la cabeza, ni a la hora de dormir. Todas las noches soñaba con los verdes prados, con las montañas, con las playas, con las ovejas y las vacas que pastoreaba su padre cuando él solo tenía cinco años de edad. También recordaba con una sonrisa y, a veces, incluso con lágrimas recorriendo sus mejillas hasta caer de su barbilla al suelo, las historias que su abuelo le contaba en Navidad, su momento favorito del año, ya que se reunía toda la familia, de cómo eran las cosas cuando él era un chaval de su edad. 

 Las favoritas de Manuel eran las que le contaba su abuelo sobre los veranos de su infancia, le encantaba imaginarse a su abuelo con sus hermanos y hermanas jugando en el campo a lo primero que se les ocurriese una vez que ya habían acabado de segar la hierba seca y haber paseado al ganado por las montañas. De hecho, tanto le gustaban esas historias que, siempre que podía, le contaba alguna de las historias a su gente cubana.

 Los cubanos le repetían siempre lo mismo cada vez que éste les contaba una de sus historias. Todos le decían que se notaba el amor que le tenía a su tierra, todos le decían una y otra vez que estaba loco de amor. A lo que Manuel, en todas esas ocasiones, les respondía con una frase del legendario “Che Guevara”, la cual estaba pintada en una de las paredes de Cuba. Ésta decía: 

-Amor cuerdo, no es amor.

 Y, al fin, llegó el momento que el “Gallego Manolo” tanto soñaba. Ya le tocaba despedirse de Cuba y sus lugareños, a los que tanto aprecio y cariño les había cogido en todos esos años viviendo allí. Le costó despedirse de ellos, de hecho, a más de una persona se le caían las lágrimas en el momento de la despedida. 

 Manuel se marchaba triste por tener que dejar en Cuba a todas las personas tan agradables con las que había compartido gran parte de su vida. Pero también se marchaba feliz porque sabía que volvía al fin a su tierra asturiana, esa que tanto amaba y tanto anhelaba y añoraba. 

 Nunca se rendía, él quería conseguir sus sueños y, la mayor parte de las veces, los cumplía. En Cuba, si tenía miedo de intentar algo para cumplir alguno de sus sueños, siempre le repetían otra de las grandes frases del “Che”, y siempre le animaba a hacer, al menos, el intento de cumplir estos. La frase decía: 

-Siempre adelante, ni un paso atrás y, lo que ha de ser, que sea. 

 Cuando al fin estaba de nuevo en su pueblo, llevaba en su mano izquierda uno de sus libros favoritos: “A esos viejos pueblos celtas del norte de España” .

Pasados unos meses de su regreso, celebra las bodas de oro con su esposa, Estela, hijos y nietos. Al volver a ver las caras de sus seres más queridos, se le habían quitado todas las penas, aunque nunca olvidará a su gente de su preciada Cuba, de la que hablaba cada día a sus nietos. Manuel Mejido tenía grabadas en su cabeza las frases de Ernesto Che Guevara. Se acordaba de ellas hasta en su lecho de muerte. La última frase de Manuel antes de morir fue una de sus favoritas:

 -Hijos, recordad que, la única lucha que se pierde es la que se abandona. 

 Y, dos segundos después de pronunciar la frase, cayó muerto sobre su almohada debido a un cáncer de pulmón. Todos sus familiares lloraban mientras veían como enterraban su cuerpo. Nadie de su familia lo olvida, por lo que sobrevive su recuerdo. Esto me hace recordar una frase que me dijo mi abuelo en alguna ocasión: 

-Nieto, escucha lo que te voy a decir. La muerte sólo existe cuando el recuerdo de lo que eres, desaparece de la memoria de los que te quieren. 

 Aitor García Barrera, 4º ESO B 



¿NO ES VERDAD? 

Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba:<>. Y no lo hacía porque considerase que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y a la cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la tierra donde había nacido…

 -No, no, está todo mal- exclamó Manuel Mejido lleno de ira. 

Llevaba bastante tiempo queriendo hacer un pequeño cuento que contara un poco su vida, pero no acababa de encontrar un inicio que a él le pareciera correcto.

-Siempre lo mismo, esto no capta mi vida, suena demasiado alegre, a cuento para niños de 3 años-. Era por todos sabido que la escritura no era uno de los fuertes de Manuel, pero aun así, él estaba dispuesto a demostrar que no era cierto, que él podía perfectamente escribir un best-seller. 

Después de reflexionar y romper varios platos, decidió tranquilizarse un poco y volver a la escritura.

-Vamos a ver, creo que ya tengo un inicio: Manuel Mejido había pasado varios años en Cuba, sufriendo penurias tanto económicas como sentimentales. Económicas, debido a que apenas se había sacado la E.S.O lo cual le dificultaba mucho encontrar un trabajo digno, y sentimentales, ya que no solo se había divorciado y había perdido la custodia de sus 2 hijos, sino que todavía no había sido capaz de reunir el dinero suficiente como para volver a su querida patria, Asturias.

-Esto ya es otra cosa- dijo Manuel Mejido con cierto aire de satisfacción. 

Ya había conseguido el inicio, pero todavía le faltaban bastantes palabras a su cuento, no sabía el número exacto, pero si sabía que no podía terminar con un “y entonces Manuel cogió el avión”, o quizás si podía terminar de esa manera, pero no tan rápido. Se puso a pensar, y solo así, se dio cuenta de que en él, el talento para escribir brillaba por su ausencia. No se le ocurría nada, pero eso no iba a impedir que Manuel consiguiera escribir su cuento, ya que, si por algo era famoso en la isla, era por la tenacidad con la que afrontaba las dificultades, y cualquiera que le conociera, sabía que Manuel no dejaría ese libro a medias. Desde que había dejado la E.S.O, se le metió la idea en la cabeza de que dejar algo a medias es como no haberlo hecho, ya que todo ese tiempo empleado en esa cosa, sería tiempo perdido. Así que se dijo a sí mismo, -es hora de ponerse serio, vaquero-. Y continuó la historia: 

Entonces se le presentó a Mejido en la puerta de su casa un personaje que decía conocerle de que habían ido juntos al instituto y que habían sido muy buenos amigos. Las compañías con las que se juntó Manuel durante la E.S.O le hicieron pensar que lo más seguro es que fuera alguien con una situación económica complicada como la suya, así que lo primero que dijo fue:

 –Lo siento, pero no puedo darte dinero.

Entonces el misterioso personaje le dijo que sólo venía a saludar- lo que hizo sospechar que había algo raro a Mejido era la sonrisa que puso este personaje cuando nuestro protagonista le dejó entrar en su casa, podría haber pertenecido perfectamente a Lucifer. Pero Manuel, ignorando su instinto, le dejó entrar en su casa, tenía cierta curiosidad, todavía no sabía siquiera el nombre del individuo. Después de darle un café caliente, nuestro amigo Manuel le preguntó:

 -¿Y tú cómo te llamas?- a lo que el extraño respondió con una carcajada bastante más fuerte de lo que Mejido habría deseado.

 Después de un buen rato este personaje le respondió:

 -Me llamo codicia.

Solo entonces, Manuel se percató de que tenía una voz exageradamente conocida, que había oído recientemente, pero sin embargo la cara de “Codicia” le resultaba completamente desconocida, así que fue cauteloso, ya que además no se creía que una persona se pudiera llamar codicia. 

Después de hablar un rato con él Codicia le dijo que debido a su amistad, quería ayudarle, y le dijo que gastara todo su dinero en una acción, que él se había hecho rico gracias a ser un accionista. Mejido desconfió, pero al final Codicia, con su labia y su forma de acercarse a Mejido a través de historias del instituto, consiguió convencerle de que gastara todo su dinero en una acción, asegurándole que iba a ganar unos 1200 euros si lo hacía ese día, en efecto, no se equivocó, y Mejido incluso ganó un poco más de lo que Codicia le había dicho. Satisfecho, decidió hacerse accionista, y empezó a ganar mucho dinero. Con esto se compró una casa enorme, pudo permitirse lujos que hasta ese momento solo existieron en sus sueños, y fue comprando más y más cosas, más y más lujos. Un día le dijo a Codicia que ahora que era rico, pensaba volver a Asturias, por fin, a vivir. Codicia mostró su desagrado, no quería que su socio le dejara, ya que la mitad de lo que ganaba Mejido con sus acciones iba para él. Pero después de insistir un rato Mejido convenció a su socio, y fue a comprar los billetes del avión, que le llevaría por fin de nuevo a su patria, al fin a casa. 

Pero justo cuando estaba a punto de comprar los billetes Codicia le aconsejó que comprara una acción ese día. Como hasta ahora le había ido bien Mejido aceptó. Pero ese día la bolsa cayó en picado, y Mejido perdió todo su dinero. Entonces recordó de qué le sonaba la cara de Codicia. Cada vez que conseguía ahorrar dinero, codicia se lo quitaba, y lo había conseguido, otra vez. 

Cuando acabó al fin la historia, dijo: "Menos mal que es solo un cuento, pero era sobre su vida, ¿no es verdad?" 

Álvaro Sierra Murias 4ºD 



EL HOGAR QUE NUNCA CAMBIA 

Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy Asturiano”. Y no lo hacía porque consideraba que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido. 

 Manuel no era de los que lloraban, ni acostumbraba a quedarse mirando fijamente hacia un lugar –sin saber siquiera a dónde se dirigía su mirada- como tantos otros que se dejan llevar por los recuerdos y la tristeza. No; él nunca se ponía melancólico, pues tenía como meta en la vida llegar lejos, y subsistir a base de su apacible pasado no le iba a llevar a ningún lado. 

 Ahora era Cuba todo lo que tenía y a todo lo que aspiraba. Trabajaba allí diez horas al día en una gran empresa de coches: “Mitricar” y se entregaba totalmente a ella día y noche. Aunque alguna vez, tal vez una a la semana, o dos, o tres como mucho, se permitía el lujo de tumbarse en su lecho mullido y calentito e imaginar que se encontraba en su cama de muelles, la que siempre chirriaba y la que siempre estaba deshecha. Estaba deshecha porque el niño que en ella dormía se pasaba el día enredando entre las sábanas, tirando de ellas y jugando a los piratas con su hermano Miguel. Ambos hermanos eran muy parecidos, tan solo les diferenciaban por los hoyuelos que siempre aparecían cuando Manuel sonreía, pero solo cuando sonreía plenamente y con ganas. ¿Sabéis quién solía ser la única que conseguía hacer aflorar los hoyuelos en su rostro? Catalina, su madre, la que por desdicha de la vida murió al cumplir Manuel los cinco años.

 Las calles del pueblo no eran gran cosa, estrechas y no muy largas, se parecían entre ellas y no abundaban en número. No habría más de diez calles en total. El pueblo no daba para mucho, aunque sí tenía playa, y eso era lo que más le gustaba a la familia entera. Solían ir todos juntos una vez a la semana, cuando el sol ya estaba por ponerse y contemplar desde la orilla el color anaranjado del cielo embistiendo contra el azul penetrante del mar. Ya desde bebés, Miguel y Manuel sonreían al verlo, semana tras semana. Era una de las maravillas de tantas otras que tenía ese pequeño pueblo a orillas del mar cantábrico.

 Con seis años empezaron ambos a la escuela y conocieron a Ángela, una chica sencilla y un poco tímida, una combinación perfecta para Manuel. Quedó prendado de ella desde primer el momento en que la vio. Dicen que eso se sabe, cuando estás frente al amor de tu vida, y cuando lo que realmente te inunda es devoción. Solo ha sentido tal cosa una vez en su vida, y cuando lo sintió supo que no volvería a experimentar tal sensación.

 Os puede parecer una locura pero ahora, treinta y cuatro años después, Manuel Mejido mantiene su palabra, solo tiene ojos para ella, aunque lo más probable sea no volver a verla nunca más. Le basta con recordar las horas en las que jugaban en los descampados, se arrastraban por el suelo y se tiraban de los pelos, se pegaban todo el día, y se reconciliaban con un abrazo. Se untaban de barro el uno al otro y luego se tiraban en plancha al lago para desprenderse del hedor. Todos los veían siempre juntos o de la mano, eran tan inocentes… Nunca sintieron la necesidad de pensar qué sería de ellos por separado. Eran niños al fin y al cabo, y se comportaban como tal. 

 Pero el tiempo fue pasando y a ellos también les pasó factura. A los dieciséis años la madre de Ángela se la llevó a vivir a Madrid para estudiar Medicina. En ausencia de la muchacha, Manuel optó por tomarse la libertad por su mano, y una noche agarró todo lo que tenía y cogió un tren en busca de una nueva vida. Dejó una nota tras de sí que así decía:

 “Si me he ido es porque volveré, solo me queda vivir un poco antes, hasta pronto”

 Pronto ambos hermanos, ahora lejos, descubrieron lo que era la vida en sí y lo que les deparaba. Fue Miguel el primero en averiguarlo. Miguel Mejido cayó enfermo a los veintidós años y nunca se recuperó del todo. Aunque sobrevivió a duras penas, aún aguardaba el futuro reencuentro con su hermano a orillas del pueblo de su infancia. 

 Manuel halló buena vida aquí en Cuba, se instaló en una casa en restauración y tras llevar a cabo algunos apaños allí se quedó. El mayor encanto de su casa era sin duda la mecedora de la terraza donde se balanceaba horas y horas, cada día un poco más lento, cada vez con más esfuerzo. Ya hubiera pensado Manuel en el día en que la mecedora dejaría de acunarse por sí sola y quedaría a merced del viento. 

 No tardó en llegar ese día. Fue la última vez que se sentó, ya no volvería a levantarse. Acomodó su cuerpo y cerró los ojos. Los mechones canosos agolpaban su frente produciéndole un leve cosquilleo. Se movían sus costillas hacia arriba y hacia abajo, en ritmo decreciente que pronto llega a su fin. 

 Fue entonces cuando fijó Manuel Mejido la mirada al frente y vio el ficticio mar azul que se reunía con el cielo anaranjado una tarde de verano, el tiempo era fresco y las preocupaciones se las llevaba el viento. Por fin en casa. 

Celia Prieto Ruesga, 4º ESO D 



¡PORQUE SOY ASTURIANO! 

Aunque en Cuba insintieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo decía porque ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, si no porque, a pesar de haber vivido tanto tiempo fuera de su terreno, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivaban la memoria en aquel pueblecito asturiano donde había nacido, y al cual, algún día regresaría para completar el ciclo de la vida. Aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido, Asturias. Manuel Mejido era un señor mayor un tanto especial; jugaba a fútbol con los niños en vez de pasarse toda la tarde sentado en un banco con los señores de su edad. Le gustaba ir de vez en cuando a los restaurantes de comida rápida tipo Macdonald o Bugerking ya que se sentía como un chaval más. 

Manuel llevaba 2 meses preparándose para realizar una maratón de 50 kilómetros, la cual solo se le aconseja a personas jóvenes y en buena forma física . Dichos requisitos no los cumple, Manuel es un señor de 67 años con una barba enorme y una gran barriga..., presume de ella diciendo que solo un gran asturiano como él puede conseguirla. La maratón consiste en recorrerse toda la isla pero con diferentes obstáculos, como llevar a la espalda 25 kilos de harina, escalar una montaña y hasta aguantar la respiración debajo del agua nadando de una isla a otra . Uno de los premios es un viaje a España, que era su sueño, pero no lo podía cumplir ya que no se lo podía permitir. Sus entrenadores físicos eran sus amigos Raúl y Rubén de 18 años. Raúl era un chico muy fuerte al que le encantaban los deportes, él era el que después de clase iba con Manuel al gimnasio a levantar pesas y a correr. Rubén por otra parte era surfista profesional y por lo tanto nadaba y aguantaba la respiración muy bien , le tocó la parte más difícil del trabajo ya que a Manuel le daba miedo el agua.Tenía tanto miedo al agua , que María José su mujer, le tenía que obligar a ducharse o si no, no le dejaba salir de fiesta con sus amigos , ni ir a tomar unas cervezas los domingos por la mañana. Fue un trabajo duro para Raúl y Rubén pero al final, consiguieron prepararlo para la prueba. 

Es el gran día y el presentador empieza a comentar y a decir que en en 15 minutos dará comienzo la 18º Carrera Anual Del Atleta. Empieza a nombrar: con el número 1 Raúl “el amigo de Manuel que le va a ayudar en la carrera”, con el 2 Carmen, con el 3 Mariano, con el 4 Laura... y con el 1234 Manuel. Rubén, muy atento, se da cuenta de que no está y va a buscarlo a casa, lo despierta y van corriendo a la maratón. Cuando el comentador ve a Manuel recuerda que es una prueba muy dura, pero lo que no sabe es que Manuel llevaba entrenando todos los días durante dos meses. Antes de dar la salida recuerda los premios: los 10 primeros obtendrán un viaje a España con todos los gastos pagados, los siguientes 40 les darán 100$ y a los 50 siguientes una espicha en el mejor restaurante de la isla. Comienza la carrera y Manuel sale tranquilo ya que es lo que le había dicho Raúl, tras llevar media hora corriendo ve que Raúl tenía razón ya que poco a poco los corredores que habían salido más rápido ya no podían más y estaban caminando. Lo estaba haciendo muy bien ya que superó la prueba de la harina y la escalada “ya llevaban casi 3 horas”, cuando Manuel empezó a ver el mar y le empezó a entrar miedo, pero siguió corriendo hasta llegar al agua; cuando los coordinadores le estaban indicando que se tenía que meter en una bañera gigante para ver si era capaz de aguantar 2 minutos debajo del agua que eran los necesarios para seguir, pero dijo que no podía, que se rendía y dio vuelta atrás hasta que escucha una voz que reconoce y se da la vuelta “era la mujer” le dijo que se metiera en la bañera o no salía luego de fiesta y Manuel como siempre obedeció, no superó la prueba, pero quedó satisfecho con su esfuerzo y gracias a toda esa prueba ya no tuvo más miedo al agua. 

Tras unas largas horas de espera llega el primer competidor y detrás, en segundo lugar, Raúl y así hasta el último competidor, Manuel quedó el número 125. Cuando empezaron a decir los premiados del viaje entre ellos estaba Raúl y pidió la palabra para decir: Muchas gracias por este premio, pero no es para mí, es para Manuel.

 Y así es como consiguió hacer realidad su sueño gracias a su amigo y entrenador Raúl. 

David García Blanco, 4ºB



LA GRAN HISTORIA DE MEJIDO

Aunque en cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy Asturiano”. Y no lo hacía porque considera que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido. 

 Mejido de tanto escuchar que era gallego empezó a echar mucho de menos esa tierra suya… con sus prados verdes, sus vacas, y ese sonido de los gallos al despertar cada mañana. Llegó un día en el cual el pobre Manolo empezó a pensar cómo podía volver a su tierra, a Asturias. Él, atrapado en Cuba intentó hacer todo lo posible para salir de allí, pero la verdad que no fue nada fácil ya que años después de llegar a ese país se había desatado una gran batalla contra Europa y no se podía acceder de ninguna manera, a no ser que ser entrara en el ejército donde le podrían enviar en una misión a España. Mejido le dio vueltas a esa idea y después de pensarlo mucho llegó a la conclusión de que lo único que podía era alistarse. El joven al cabo de ciertas semanas entró en el ejército. Durante mucho tiempo estuvo en la base de Cuba preparándose para las duras batallas donde aquel que no estaba preparado podía ser abatido fácilmente. Su primera misión llegó un año después de alistarse y era una misión de reconocimiento en Luxemburgo. La verdad es que Manuel estaba muy nervioso aunque solo fuese una misión que no llevaba peligro, estando allí neutralizó muchos ataques enemigos y gracias a numerosos actos de valor consiguió medallas y gracias a esas medallas ascendió. 

Tiempo después Mejido se fue de Luxemburgo para hacer una misión en Andorra. Estando allí recordó el porqué se había alistado e intentó cruzar la frontera, pero no lo consiguió. Pasó el tiempo, pero la ilusión de Mejido seguía presente en su interior. Después de esa misión en Andorra volvió a la base en Cuba, allí acabó siendo un gran soldado y conoció a una mujer preciosa con su cabello de oro y unos ojos como perlas. Juntos estuvieron varios años hasta que por un accidente de coche se llevó la vida de esa mujer tan bella...Mejido desolado no encontró solución más que en el trabajo, haciendo misiones por toda Europa, hasta que un día le llegó una carta en la cual le decían que debía irse a España. Mejido ilusionado partió lo antes posible para su tierra. Allí empezó a pensar una manera de escaparse e ir para Asturias. Paso un tiempo y Manuel dio con la manera de poder volver a su tierra y al fin un día lo consiguió y meses de caminos por toda España llegó a una casa algo vieja. Entró muy despacio con algo de miedo y de alegría. Allí Mejido vivió su vejez en la tierra que había nacido y la cual había echado tanto de menos. 

 Javier Cadenas Galán, 4º ESO D.



ASTURIAS, PATRIA QUERIDA 

Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy Asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido y muerto sus padres. Esas dos personas que habían sido y seguirán siendo sus héroes de carne y hueso. 

Quería fallecer en ese pueblecito que tan buenos y lejanos recuerdos le traía, donde había conocido a la única mujer a la que de verdad amó, el lugar donde estudió periodismo, una profesión que le llevo a Cuba. Con el simple hecho de recordar lo que en el pasado quedó, se le nublan las vistas, y gotas de felicidad y añoranza le resbala por las mejillas.

 “Cada fracaso nos enseña algo que necesitamos aprender” siempre le decía su padre. Llegar hasta donde está ahora fue complicado, y muchas veces tropezó dos veces con la misma piedra, porque nunca será fácil lograr tus sueños. 

Su pasión e ilusión era llegar a publicar un libro, y su último libro publicado fue sobre la realidad cubana, todos ellos han sido un éxito, ahora su mayor deseo es volver a sus tierras asturianas a fallecer junto a sus padres, su gran fuente de aspiración. 

Leticia Correia Atanagildo, 4º ESO D



VOLVER AL NORTE DEL NORTE

Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba ”Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido…

 Luanco. Luanco, un precioso pueblo en la costa de Asturias, al norte, muy al norte, en el Cabo de Peñas, donde las olas son más fieras que en ningún otro sitio de la costa asturiana. 

En ese pequeño pueblo había nacido Manolo, y en él vivían todavía toda su familia y sus amigos. Manolo recordaba cada calle, cada casa, cada piedra de su querido pueblo. Se veía a él mismo de niño, bajando corriendo por las callejas con los demás niños, saltando, gritando y jugando hasta llegar al muelle a esperar a su padre, que era marinero y que, como todos los hombres de su familia habían trabajado en la mar. 

Manolo había tenido que irse de su pueblo porque no había trabajo para todos. Primero fue a a la capital de Asturias, Oviedo, trabajando como mozo de almacén y después consiguió un trabajo mucho mejor en Madrid. 

Allí estuvo viviendo en casa de unos “señores” como acompañante del padre del señor. El trabajo le duró dos años que él recordaba como unos de los mejores de su vida. Vivía en una buena casa y con unos buenos señores que le trataban como a uno más de la familia. 

Pero cuando la vida no te trata bien, puede tratarte aún peor y el último año que estuvo en casa de los señores de Madrid comenzó la Guerra Civil Española. Manolo intentó volver a su casa, pero el señor le convenció para que no lo hiciera, porque era muy peligroso y, además, estaba en edad de ser reclutado. 

Entonces fue cuando surgió la idea de ir a Cuba. El señor le pagó un billete de ida y le dio un poco de dinero y una carta de recomendación para ir a trabajar a los almacenes de unos amigos. 

Manolo se embarcó en Cádiz, el viaje fue largo y doloroso, cada día que pasaba se alejaba de su patria, de su familia, de su Luanco, de su Asturias.. 

Durante el viaje conoció a otras personas que, como él, huían de la guerra,, hombres, mujeres y niños de todos los lugares de España y que estaban hundidos y sufriendo por lo que habían dejado en sus tierra y temerosos por lo que les esperaba al llegar a un lugar desconocido. Cuando llegaron a Cuba, cada uno fue para un sitio distinto y Manolo se dirigió al almacén “La Perla del Caribe” en La Habana, donde le estaba esperando el dueño con los brazos abiertos.

 Allí él era el único trabajador español, además del dueño, que desde el primer momento le trató con el mismo cariño con el que había tratado su amigo en Madrid. Sus compañeros comenzaron a llamarlo ”Manolo el gallego” y así sería como lo iban a conocer en todos los sitios. 

Manolo tuvo mucha suerte en el trabajo y con sus compañeros. Al principio empezó a trabajar en el almacén, recogiendo las mercancías y ordenándolas y después, poco a poco, fue ascendiendo en el trabajo porque era muy responsable y trabajador. 

Primero trabajó como ayudante de dependiente y cuando el dependiente al que ayudaba se jubiló, el empezó a hacer su trabajo. El puesto de dependiente le gustaba mucho, porque podía relacionarse con los clientes y hablar con ellos y , de vez en cuando, aparecía alguno que era de su tierra y así, podía preguntarle si sabía algo de Asturias, y eso le hacía sentirse muy bien. Incluso un día apareció un señor que tenía un tío que vivía en Bañugues, muy cerca de Luanco, eso le hizo recordar aún más su tierra.

 Ese fue el día en el que decidió ir a la “Casa de Asturias” que quedaba bastante cerca de “La Perla del Caribe”. En “La Casa de Asturias”, se reunían los asturianos o sus descendientes para celebrar las fiestas mayores de sus pueblos o el día de la Virgen de Covadonga. 

Allí parecía que estaban en su tierra, si no fuera por el sol que brillaba todo el día o por el calor sofocante que en nada se parecía al que había en Asturias. En aquel lugar se reunían escuchando la gaita, bebiendo sidra, comiendo cosas típicas de su tierra.

Un día hasta había “marañueles”. Al llegar a casa ese día, Manolo se puso a llorar y no paró en toda la noche. Manolo volvió a ascender en su trabajo e iba ahorrando con la ilusión de volver a su tierra rico y así poder ayudar a su familia. 

Pero ocurrió algo que él no esperaba. Una de sus compañeras de trabajo, Coral, una mulata preciosa y muy buena, se enamoró de él y él, de ella. Así que, después de un año siendo novios, se casaron y Manolo ya tenía dos amores: Luanco y Coral. 

Al año nació su primer hijo y Manolo decidió abrir una ferretería con sus ahorros. Al principio era pequeña, pero pronto abrió otra y , cuando nació su segundo hijo, ya había tres ferreterías “Gozón” en La Habana. Manolo no olvidó Luanco, pero ahora tenía una familia a la que inculcó el amor a su tierra. Manolo no pudo volver vivo.

Pero hace pocos años, uno de sus nietos viajó a Asturias llevando sus cenizas para que descansara allí. En Santa Ana, en su Luanco del alma, mirando al mar… 

Alberto de la Vega Viña. 4º D

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