NIEVA
“Aunque en Cuba insistieron en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles
que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo
Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara
que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar
de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba
la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables revivían la memoria de aquel pueblito
asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el
ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde
había nacido...”
Siempre lo tuvo presente... El día que descansara para siempre sería en su pueblo natal,
Nieva. Así se llamaba aquel pequeño pueblo costero que pertenecía al concejo de Gozón.
Nieva tenía a sus pies una playa de casi 2 kilómetros, Xagó. Cada vez que veía la mar,
fuese donde fuese, su memoria se trasladaba siempre a a la playa en que tantas veces se
había bañado y a la que en tantas ocasiones se acercaba con su abuelo Manuel a coger
llámparas y mejillones, qué rico placer... Podía aún saborearlo cuando la nostalgia se
hacía presente. Recordaba tan nítidamente aquella arena blanca salpicada de ocle y
cómo el abuelo y otros vecinos lo recogían a lo largo de la playa. Los mismos que
recogían madera de los montes cercanos y de la misma playa: las olas arrastraban
muchos troncos a la orilla y los paisanos se ayudaban partiéndolos y llevándose la leña a
sus casas. No había más de cuarenta casas en el pueblo de Nieva y allí vivían unos 80
habitantes. Creo que a día de hoy, solo tiene 30 habitantes y ya no lo consideran ni
pueblo.
Cada vez que viajaba con la mente, retrocedía a su pueblo querido. Qué recuerdos de la
cata de las vacas... a veces el abuelo Manuel le salpicaba con una tetilla. Sus padres,
Juan y María, siempre le decían que de mayor tenía que irse, que el pueblo no tenía
futuro para nadie. Ellos querían que su hijo viajara y tuviera una vida diferente a ellos. Sin
embargo, a su hermana Lola que era 7 años más joven que él, no le decían lo mismo. La
mandaban cocinar y la enseñaron a coser. Decían que una mujer tenía que saber llevar
una casa. A mí me gustaba ir a todos los sitios con el abuelo. Siempre que paría una
vaca, me llevaba con él; decía que tenía que ir aprendiendo. También en esto los vecinos
se ayudaban, la colaboración de todos era muy importante, ya que la cría, el “xato”, se
podía morir. Cuántas cosas me enseñó el abuelo, cuántos caminos recorridos juntos.
Había poco más de 7 km hasta la villa de Avilés y los lunes bajábamos a vender al
mercado. Nadie nos acompañaba. Vendíamos tomates, lechugas, gallinas, conejos,
alubias... qué ricas. ¡Cómo recuerdo el sabor de la fabada con chorizo que madre
cocinaba!. Ya tenía yo 12 años cuando el abuelo Manuel nos dejó. Una gran tristeza
inundó todo mi ser. Fue una madrugada triste del 15 de septiembre. Todo cambió a partir
de ese día. Aquella Navidad nadie quería hablar; supongo que todos estábamos
pensando en él.
La abuela María nos había dejado cuando yo era aún más pequeño y casi no guardo
recuerdos de ella. Pero del abuelo conservo millones de recuerdos... hasta mis 12 años.
Mi hermana Lola ya tenía los 17 cuando contrajo matrimonio con Jaime, un mozo del
pueblo de Manzaneda, un chaval buenísimo que trabajaba en el campo y al que le
gustaba la cuadra mucho. Fue poco después cuando yo decidí hacer ese viaje. Nunca
olvidaré el momento de la despedida con mis padres. Su “adiós, escribe pronto, hijo”...
Fue mi cuñado Jaime quien me acercó a la villa de Avilés. De allí salía mi barco, que
viajaba a las Américas.
Afortunadamente, el contacto con la familia ha sido siempre bueno. Mi hermana y mi
cuñado ya tienen tres hijos: Manuel, María y Jaime. En mi caso fueron dos: Manuel, como
no podía ser de otra manera, y Covadonga, así lo tenía todo conmigo. Solo espero que
mis hijos puedan echar al viento mis cenizas en la orilla de la playa de Xagó.
Paula Guardado, 4ºB
SEGUNDAS OPORTUNIDADES
Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los
españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el
viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque
considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino
porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que
se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos mas ingobernables revivían en la memoria
de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día,
regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a
descansar en la misma tierra donde había nacido… Manuel estaba muy orgulloso de ser
asturiano y aseguraba que cuanto más lejos estaba más asturiano se sentía. Aunque en
su juventud tuvo que abandonar Asturias, Mejido nunca olvidó la lluvia, la fabada, los
campos verdes, sus paisanos… Asturias siempre estaba presente en él. Sus primeros
años en Asturias no fueron fáciles. Un asma muy fuerte afectó sus pulmones sus
primeros doce años en el pequeño pueblo asturiano. Durante doce largos años Mejido
tuvo que recibir todos los días una medicación muy agresiva pero con el apoyo de sus
padres y de los médicos poco a poco logró salir adelante. Durante sus años de juventud
en el pueblo Manuel, experimentó los primeros amores y desamores. Allí también
encontraría su vocación ya que durante doce años un médico iba todos los días a su casa
y tras curarse, seguía habiendo médicos en la casa debido a la enfermedad de la abuela
Felisa, por eso Manuel decidió ayudar a los demás y con tan solo 25 años, y tras haber
acabado sus estudios, emigró a Cuba con la intención de ayudar a los más
desfavorecidos. Durante su estancia allí fue el cirujano más prestigioso de la isla. Tras
su partida hacia Cuba todo en su vida cambió: pasó de vivir en una casa de un humilde
pueblo de tan solo 50 m² con sus ocho hermanos, su madre y su abuela enferma a vivir
en un exitoso barrio de la ciudad de La Habana, en una gran casa solo ya que Manuel
adoraba la soledad, decía que era la mejor forma de encontrarse a uno mismo. Pasó de
pasar penurias económicas y de no tener para comer a ser él el que suministraba la
comida a los pobres que se situaban a las entradas de los supermercados más
concurridos del barrio, porque a Manuel le encantaba ayudar a los demás. Pero el
destino le jugó una mala pasada, el 25 de diciembre de 2008, coincidiendo con el día de
Navidad, un día alegre en la mayoría de los hogares, Manuel tuvo un fatídico accidente
de coche mientas viajaba a la Habana para ultimar compras navideñas. Este accidente le
dejó en coma durante seis largos años en los que Sofía, su única hermana viva, los pasó
a pie de cama con Manuel ya que nadie se acordó de él durante este tiempo. Parece
increíble que el destino juegue así con la vida de un hombre que lo dio todo por la gente
que lo rodeaba y que esa gente no se acordara de él en esos duros momentos. Sofía
estuvo día y noche a su lado, hasta que un día después de seis años Manolo despierta del
coma, y con la ayuda de su hermana va recobrando la memoria y las ganas de luchar
para recuperarse pronto. Ocho meses más tarde tras despertar del coma, recibe el alta y
decide seguir con la vida que tenía antes ayudando a la gente. Pobre Manuel, qué
ingenuo era, era demasiado bueno para la sociedad de hoy en día, esa gente a la que
ayudaba diariamente le volvió a fallar cuando sumido en las deudas tuvieron que
embargarlo. Manuel se encontraba en la calle sin ninguna pertenencia más que su
trabajo que un par de meses después perdió ya que “no era normal que un cirujano viva
en la calle” según testificó el gerente del hospital. Él que había sacrificado su vida por
su trabajo, de la noche a la mañana se encuentra sin nada de lo que había logrado tener,
con el sudor de su frente en Cuba. Menos mal que en el mundo, todavía queda gente
buena y amable. Un día mientras deambulaba por las calles de un barrio marginal,
Mejido se encuentra con la madre de niño con cáncer al que él mismo había operado y
había logrado recuperarse, éste le contó la historia de su vida tras el accidente y la mujer
la cual estaba muy agradecida a Manuel decidió acogerlo en su humilde pero acogedora
casa en la que vivía con su hijo Óscar. Manuel estaba muy agradecido pero no podía
aceptar tal regalo, no quería ser ninguna molestia para su familia, pero María (la madre
de Óscar) insistió y logró que Manuel se quedara en su casa. Mejido ayudaba mucho en
casa, hacia la compra, la comida, ayudaba a Óscar con sus deberes… Y como el roce
hace el cariño, María y Manuel se enamoraron y empezaron una relación seria. A día de
hoy Manuel vive en la Habana con María y Óscar, al que considera su hijo. El gerente
del hospital, tras enterarse del repentino cambio de vida de Manolo decidió volver a
ofrecerle el trabajo al mejor cirujano de La Habana, pero él ya no quería, le llovían las
ofertas en aquella ciudad.
Al final la vida trata bien a la gente que se lo merece ofreciéndole segundas
oportunidades.
Ana Belén Sújar García 4ºD
UNA VIDA EN BLANCO Y NEGRO
“Aunque en Cuba insistieron en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que
por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido
les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano.” Y no lo hacía porque consideraba que ser asturiano
fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos
años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos
más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al
cual, algún, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido
aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido…”
Pensé en la suerte que tenía de no estar lejos de mi tierra por necesidad, si no por mero
placer, el placer de viajar. Y en cómo, a veces, llegaba a disfrutar un poco de la nostalgia que
suponía estar lejos de casa.
- ¿Puede enseñarme el DNI, por favor?
- Sí, aquí tiene.
Aquella señora gordita y de pelo alborotado me recordaba a mi abuela, llevaba un mandil de
cuadros parecido al que ella se ponía para cocinar los domingos que íbamos a su casa.
- Entonces, dos noches con desayuno… 105 euros, me los puede pagar a la salida , si
quiere.
- Vale, mejor, gracias.
- Su habitación es la 15, aquí tiene la llave. Está en el primer piso, en el pasillo de la
izquierda. Tiene muy buenas vistas, ya verá.
- ¡Muy bien, muchas gracias!
Cogí mi maleta y empecé a subir las escaleras. Eran viejas y algunos crujían. Al llegar al primer
piso, me encontré una cómoda de madera, desde la que empezaban los pasillos. Vi un plato
con bombones y no me pude resistir. Me fijé en dos marcos de fotos que estaban sobre la
cómoda. Eran dos fotos viejas, en un blanco y negro muy gastado. En la primera se veía a un
joven detrás de un mostrador, con estanterías llenas de botes de conservas detrás. El chico
sonreía, llevaba una camiseta de tirantes blanca y me dio la impresión de que se había pasado
mucho tiempo trabajando allí. En la segunda, aparecía un señor, esta vez más serio y vestido
de traje. Detrás, estaba el escaparate de una tienda y arriba pude leer “Ultramarinos Mejido”.
En seguida relacioné a aquel hombre de traje con Manuel Mejido y también con el chico del
mostrador, que parecía haber conseguido tener su propio negocio.
Llegué a mi habitación pensando en la historia del Asturiano Manolo, en su final y en la
relación con ese hotel, que desde fuera parecía un palacio. Las vistas eran realmente
espectaculares, la ladera de un pequeño monte, salpicado de casas y un valle verde y profundo
que, desde mi ventana no acababa. Una paleta de verdes, Asturias. En el jardín,de un verde
más claro, se alzaba una palmera altísima. Me eché un rato sobre la cama. Ya empezaba a
tener hambre, así que decidí salir a dar un paseo y buscar un sitio para cenar.
Cuando estaba a punto de salir a la aventura en ese pueblo perdido, que parecía tener pocos
sitios para cenar; me acerqué a la señora de recepción, que estaba leyendo una revista, para
que me recomendara algún bar o restaurante.
- Aquí, en el pueblo, sólo hay una sidrería. Ponen pinchos, a estas horas, no te aseguro
nada. Lo mejor es que bajes a Cudillero. Allí mismo en el muelle, lo que quieras.
- Pff, es que no me apetecía coger el coche. He estado en Cudillero por la mañana.
Bueno, tendré que probar esos pinchos ¡Jajajaja! Gracias, de todas formas.
Ya estaba saliendo por la puerta…
- ¡Espera! Si quiere le puedo calentar les fabes que sobraron de la comida de hoy, ya sé
que no se suelen tomar fabes para cenar pero, mejor que los pinchos seguro que
están…
- ¿En serio? Pues sí, se lo agradezco mucho, de verdad.
- No te preocupes, mujer. Yo encantada
Me llevó a un salón muy acogedor donde se daban los desayunos. Las fabas estaban
riquísimas, ya me lo había dicho todo el mundo que había estado en Asturias. Pero, yo creo
que el hecho de que me las sirviera una señora tan parecida a mi abuela en un salón como
aquel, hizo que me gustaran más.
Mientras se levantaba con los platos vacíos y los cubiertos, me preguntó:
- ¿Te apetece algo de fruta? Tengo un poco de requesón, o ¿Un cafetín?
- Lo que más rabia le dé, lo que tenga por ahí más a mano, de verdad.
Cuando pelaba la manzana no pude resistirme a saber.
- Una pregunta, me estuve fijando en las fotos que hay en la cómoda del pasillo y en el
cartel que hay en la mesa de recepción: ¿qué fue de Manuel Mejido?
- ¡Eres la primera persona que me lo pregunta! Manolo era el hermano mayor de mi
padre y de joven se fue a trabajar a Cuba, ya sabes, como tantos otros, de aquí
marcharon varios.
Empezó de tendero y acabó siendo el dueño de tres tiendas de ultramarinos en la
Habana. Soñaba con volver a Asturias y construirse su casa de indiano, como hacían
todos los asturianos que regresaban de la isla. Pero, enfermó y nunca volvió a la tierra
que tanto quería. Su viuda cumplió su último deseo, el de descansar en Asturias. Y
construyó esta casa. Vivió aquí hasta que murió y la convertimos en este pequeño
hotel, porque de no ser así, nunca podríamos mantenerlo.
Estuve hablando un poco más con aquella señora tan agradable. Y creo que me encariñé con
ella y con la casa, hasta con Manuel Mejido. Tal vez, todo era consecuencia de estar en una
casa de verdad después de tanto tiempo fuera de la mía.
Carmen Fernández Casal, 4º ESO B
LA GUERRA NOS MARCA PARA SIEMPRE
Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: «Asturiano. Soy asturiano». Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido, donde se había criado y donde había sido feliz. Porque lo cierto es que era un hombre de montaña, un verdadero aldeano. Y Manuel no se avergonzaba de ello, más bien era un gran orgullo.
Pero, ¿por qué emigró a Cuba, si tanto le gustaba su pequeño pueblo? Empezaremos desde el principio:
Cuando Manuel nació, su madre murió en el parto. Era hijo único y todo lo que a su padre le quedaba en el mundo era este niño. Así que cuidó de él y le dio todo el cariño que pudo. Manuel creció feliz, y su padre lo adoraba. Iban juntos a todos los sitios, pues tenían recursos para viajar. Durante su infancia recorrieron todo el Principado de Asturias y contemplaron los bellos tesoros que esta verde región del norte ofrece.
Desgraciadamente, el día que comenzó la Guerra Civil Española, todo cambió. El padre de Manuel, republicano de pies a cabeza, participó activamente en el enfrentamiento. Lo mismo hizo su hijo, quinceañero por aquel entonces.
Una mañana un grupo de falangistas llegaron a su pueblo con una lista y se llevaron a todos los republicanos que había. Manuel consiguió escapar gracias a unos amigos; no así su querido padre, que probablemente sería torturado y arrojado vivo al Pozu Funeres.
El peligro de correr la misma suerte que su padre y el recuerdo de éste hicieron que Manuel se decantara por exiliarse a Hispanoamérica, donde fue bien recibido y donde inició una nueva vida, tratando de olvidar sin éxito sus viejos y buenos tiempos…
Ahora, con la muerte del Dictador, a sus casi setenta años de edad, Manuel podría volver a Asturias. Ahora por fin podría revivir su infancia. Ahora, y sólo ahora, volvería para recordar aquellos días maravillosos, que pertenecían a un pasado casi olvidado, a otros tiempos que no volverían…
Manuel ya había preparado las maletas, ya tenía el billete de avión y ya había guardado todos sus ahorros en una cartera de cuero reservada para una ocasión muy especial: el viaje de retorno a su tierra natal.
El vuelo por encima del Océano Atlántico se le hizo largo, la nostalgia comenzaba a aflorar en su memoria y la espera se le hacía insufrible. Fue entonces cuando empezó a trajinar algunos planes: construiría su mansión con una enorme y bella palmera, además de algunas escuelas… Todo estaba calculado hasta el último centavo. El resto, para su querida Adela. ¿Qué sería de ella?
La primera noche la pasó en Avilés, una pequeña ciudad que crecía sin freno gracias a la industria. Más tarde visitó el alto Cabo Peñas, desde el cual, con un poco de imaginación, se puede ver Inglaterra. También fue a Gijón, por donde había paseado tantas veces de la gran mano de su padre, escuchando numerosos relatos de marineros y barcos. Además estuvo en Cudillero, el pequeño y hermoso pueblo marinero donde tantas veces había comido grandes platos a rebosar de marisco fresco. Y cómo olvidarse del idílico pueblo de Taramundi, una verdadera maravilla. ¡Cuántos molinos había fabricado con ayuda de su padre! Por último, y no menos importante, se dirigió a la capital de su pequeño país: a Oviedo. La suntuosa catedral, los verdes y frescos parques y las asombrosas vistas desde el Monte Naranco le transportaron a tiempos que jamás habría imaginado que volverían.
Ahora que Manuel había saldado la deuda con su progenitor, era la hora de reunirse con él. Ya podría descansar en paz eternamente.
Amanda Cuesta López, 4ºC
EL GALLEGO MANOLO
Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: «Asturiano. Soy asturiano». Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido. Aquel pueblo era especial, era el mejor pueblo del mundo.
Cuando era pequeño, Manuel vivía en Tazones, donde en aquellos tiempos casi no había gente pero eso era la mejor parte. Salía a jugar con sus amigos: Juan, Teo, Emilio y Pedro. Cada tarde a las 4, después de comer, salían a jugar a la calle, como tenía que ser porque con los tiempos que corren los niños se pasan la vida delante de la televisión con la consola. Se pasaban fuera de casa hasta el atardecer y sus madres gritaban por la ventana que volvieran para casa que era la hora de cenar. Eso era una infancia de lo más activa y buena. Y las niñas del pueblo… La gente dice que las pueblerinas son ordinarias y feas pero aquellas niñas eran la alegría de la huerta.
Los veranos los pasaba en Galicia con sus tíos. Quizás por eso lo llamen el Gallego Manolo, porque el acento gallego se pega muy fácil y al fin y al cabo no hay tanta diferencia entre el acento gallego y el asturiano.
A los 16, un día de invierno, habló por primera vez con la niña más guapa del pueblo, Elena. Era la hermana pequeña de Teo y aunque Manuel y ella se veían mucho nunca mantuvieron una conversación larga como aquel día. Fue entonces cuando Manuel se enamoró perdidamente de Elena. ¿Cómo le iba a decir Manuel a su mejor amigo que le gustaba Elena y que iba a intentar cortejarla?
No fue difícil que Teo le diera sus bendiciones, lo que sí iba a ser difícil sería que los padres de Elena se las dieran a Manuel. Pero todavía era pronto para contárselo a sus padres. Eran jóvenes y no sabían lo que podía pasar.
A los 22 años Manuel y Elena se casaron. Una boda sencilla donde invitaron a la mayoría del pueblo. Se casaron en la Iglesia de Santiago de Gobiendes. Fueron de viaje de novios a Cádiz y cuando volvieron comenzaron su vida como matrimonio. Elena trabajaba de costurera y Manuel de camarero en el restaurante más prestigioso de Tazones.
Unos años más tarde fue la Guerra Civil Española y Manuel tuvo que dejar su trabajo de camarero para combatir. No fue fácil pero consiguió salir de allí con vida y nada más que con una pierna rota y muchas ganas de volver a casa y ver a Elena.
Nueve meses después de su regreso tuvieron a Alberto, el primero de tres. Un año más tarde llegaron las gemelas Cecilia y Teresa.
Tuvieron una infancia parecida a la de sus padres. Los niños fueron al mismo colegio que los hijos de los amigos de Manuel y Elena.
Cuando Alberto tuvo 7 años se mudaron a Mieres porque la tienda de Elena amplió y la nombraron jefa de ese establecimiento.
Ya en la gran ciudad las cosas cambiaron. Iban a Tazones todos los fines de semana a casa de sus abuelos y los críos a ver a sus amigos de pueblo. Pero ya no eran niños, ahora eran adolescentes y las cosas cambian.
Elena y Manolo seguían felices como siempre. Llegó el momento de la jubilación. Primero ella que llevaba toda su vida de costurera y luego él, que al llegar a Mieres cambió de camarero a trabajar en una agencia de viajes. Gracias a sus trabajos a sus hijos nunca les faltó de nada pero hubo momentos duros en los que tuvieron que ayudar Teo, el hermano de Elena a salir adelante porque lo habían echado de Maderas López S.A.
Que rápido crecen los niños y ahora no tan niños. “Seguirán siendo mis pequeños”. se decía a sí mismo Manuel cada vez que era el cumpleaños de uno.
Cada uno hizo su propia familia: Alberto se casó a los 26 con una hermosa joven llamada Marina y tuvieron 2 niños, Jorge y Gabriel. Cecilia se casó tres años después de su hermano mayor con Ángel, el dueño de una gran empresa de Langreo y tuvieron a Daniela.
Manuel ahora vive en Cuba con su mujer Elena. Dentro de un mes volverán a su tierra para la boda de Teresa. Se casa con Pedro, el hijo del dueño del bar donde trabajó Manuel antes de irse a la guerra.
Cada día este hombre mayor y cansado de su largo paso por el mundo se pregunta si hubiera cambiado algo de lo que hizo durante su vida. Luego se contesta a si mismo que no cambiaría absolutamente nada. “Tengo una esposa maravillosa, unos hijos perfectos y unos nietos preciosos, ¿qué más puedo pedir? Ya se: que me llamen más a menudo el Gallego Manolo, que estoy muy orgulloso de ello”.
Carla Pereiro Pérez, 4ºA
ASTURIAS, SIEMPRE EN LA MENTE Y EL
CORAZÓN DE MANUEL
Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los
españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía
el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía
porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o
andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en
cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables
reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual,
algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel
Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido... y, aunque
Manuel se encontrase muy cómodo en Cuba, no podía sacarse a Asturias de la
cabeza, ni a la hora de dormir. Todas las noches soñaba con los verdes prados, con
las montañas, con las playas, con las ovejas y las vacas que pastoreaba su padre
cuando él solo tenía cinco años de edad. También recordaba con una sonrisa y, a
veces, incluso con lágrimas recorriendo sus mejillas hasta caer de su barbilla al
suelo, las historias que su abuelo le contaba en Navidad, su momento favorito del
año, ya que se reunía toda la familia, de cómo eran las cosas cuando él era un
chaval de su edad.
Las favoritas de Manuel eran las que le contaba su abuelo sobre los veranos de su
infancia, le encantaba imaginarse a su abuelo con sus hermanos y hermanas
jugando en el campo a lo primero que se les ocurriese una vez que ya habían
acabado de segar la hierba seca y haber paseado al ganado por las montañas. De
hecho, tanto le gustaban esas historias que, siempre que podía, le contaba alguna de
las historias a su gente cubana.
Los cubanos le repetían siempre lo mismo cada vez que éste les contaba una de sus
historias. Todos le decían que se notaba el amor que le tenía a su tierra, todos le
decían una y otra vez que estaba loco de amor. A lo que Manuel, en todas esas
ocasiones, les respondía con una frase del legendario “Che Guevara”, la cual estaba
pintada en una de las paredes de Cuba. Ésta decía:
-Amor cuerdo, no es amor.
Y, al fin, llegó el momento que el “Gallego Manolo” tanto soñaba. Ya le tocaba
despedirse de Cuba y sus lugareños, a los que tanto aprecio y cariño les había
cogido en todos esos años viviendo allí. Le costó despedirse de ellos, de hecho, a
más de una persona se le caían las lágrimas en el momento de la despedida.
Manuel se marchaba triste por tener que dejar en Cuba a todas las personas tan
agradables con las que había compartido gran parte de su vida. Pero también se
marchaba feliz porque sabía que volvía al fin a su tierra asturiana, esa que tanto
amaba y tanto anhelaba y añoraba.
Nunca se rendía, él quería conseguir sus sueños y, la mayor parte de las veces, los
cumplía. En Cuba, si tenía miedo de intentar algo para cumplir alguno de sus
sueños, siempre le repetían otra de las grandes frases del “Che”, y siempre le
animaba a hacer, al menos, el intento de cumplir estos. La frase decía:
-Siempre adelante, ni un paso atrás y, lo que ha de ser, que sea.
Cuando al fin estaba de nuevo en su pueblo, llevaba en su mano izquierda uno de
sus libros favoritos: “A esos viejos pueblos celtas del norte de España” .
Pasados unos meses de su regreso, celebra las bodas de oro con su esposa, Estela,
hijos y nietos.
Al volver a ver las caras de sus seres más queridos, se le habían quitado todas las
penas, aunque nunca olvidará a su gente de su preciada Cuba, de la que hablaba
cada día a sus nietos.
Manuel Mejido tenía grabadas en su cabeza las frases de Ernesto Che Guevara. Se
acordaba de ellas hasta en su lecho de muerte. La última frase de Manuel antes de
morir fue una de sus favoritas:
-Hijos, recordad que, la única lucha que se pierde es la que se abandona.
Y, dos segundos después de pronunciar la frase, cayó muerto sobre su almohada
debido a un cáncer de pulmón. Todos sus familiares lloraban mientras veían como
enterraban su cuerpo.
Nadie de su familia lo olvida, por lo que sobrevive su recuerdo. Esto me hace
recordar una frase que me dijo mi abuelo en alguna ocasión:
-Nieto, escucha lo que te voy a decir. La muerte sólo existe cuando el recuerdo de
lo que eres, desaparece de la memoria de los que te quieren.
Aitor García Barrera, 4º ESO B
¿NO ES VERDAD?
Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por
décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les
aclaraba:<>. Y no lo hacía porque considerase que ser asturiano
fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos
años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos
más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y a la
cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido
aspiraba a descansar en la tierra donde había nacido…
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