El viajero del norte
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Alba Matilla Iglesias
La primera gota de agua se estrelló contra el asfalto; un segundo más tarde, un chubasco cubrió el aeropuerto y sus alrededores. La gente corría de un lado a otro, entrando y saliendo de puertas, gigantescos animales de metal... Yo esperaba sentado a que viniera a recogerme mi “nueva familia temporal”, como decía mi hermano Yotak. En los últimos diez días habían pasado un montón de cosas, tantas que hasta ahora no había tenido tiempo de pararme a pensar lo que estaba pasando, así que empecé a ordenar mis pensamientos.
Todo empezó cuando yo estaba camino del “Bronlewe”, una fuente de agua que se encuentra a unos cuantos kilómetros de las Dunas. Acerca de este manantial hay multitud de leyendas, desde que tiene poderes curativos hasta que en ella corre el veneno de un pérfido monstruo de las arenas... Lo que seguro que es cierto es que es el único suministro de agua en 40 kilómetros a la redonda del poblado. Aquella mañana salí con el sol, porque desde que se partía al Bronlewe hasta que se volvía transcurría poco menos de un día, si se iba a paso ligero. Los hombres de la tribu estaban de caza, y las mujeres hacían otras labores en las chozas. Los niños de nuestra comunidad no íbamos al colegio; el más cercano está en Tarmenghest, a 60 kilómetros de la periferia del Sáhara, y si fuéramos tardaríamos dos días en volver a casa. El caso es que cuando había recorrido unos pocos metros desde mi salida, Guipu, el más rápido de los niños de la tribu, vino corriendo hacia mí con un mensaje importantísimo. “¡Un blanco, - exclamaba – ha llegado un blanco al poblado con noticias!” ¡Un blanco! ¡No aparecía uno en casa desde meses! Guipu y yo nos apresuramos para no perdernos ni una palabra del extraño visitante, pero por mucho que machacamos nuestras piernecitas, cuando llegamos al poblado ya todas las mujeres repetían entre si la noticia del recién llegado. Me detuve a contemplarlo: en efecto, tenía una piel pálida, casi del color de la arena. No era muy alto en comparación con los demás, y su cabello era dorado como la melena de un león. Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos. Azules, como el cielo. ¡Qué criatura tan curiosa! Me enteré de que su pueblo pretendía llevarse a un joven un verano al Norte, fuera de las fronteras del desierto, para que pudiese ver cómo es la vida allí y viviera una experiencia diferente. Le acogería una familia suya durante un mes. Luego volvería a casa. Las mujeres y los pocos cazadores allí presentes no pusieron ninguna objeción, puesto que la tribu de los Vanjerdrok teníamos una estrecha relación con el pueblo de los blancos: nos daban comida en épocas de escasez, agua en periodos de calor abrasador en las Dunas y utensilios como prendas, cuchillos, medicamentos... Ningún niño parecía atreverse a abandonar las Dunas, así que me presenté voluntario, muy entusiasmado.
Una semana después, me encontraba acurrucado en un banco, esperando a que me recogiera una familia que ni siquiera conocía. ¿Y si era todo una broma? ¿Y si no iba a aparecer ningún blanco que mediera cobijo? Por suerte, estaba equivocado y mi espera finalizó cuando una mujer alta de pelo color bronce salió de uno de esos “bichos” y corrió hacia mí, preguntándome:
-¿Tú eres Unai?
Asentí con la cabeza. En su rostro pálido se dibujó una amplia sonrisa, y prosiguió:
-Encantada, yo soy Mariè Claire, pero puedes llamarme Mariè. Voy a ser tu nueva madre durante una semana. ¡Vamos! Mi marido Piérre nos espera en el coche.
¡Así que esos enormes animales metálicos eran “coches”! Casi sin darme cuenta, salí corriendo hacie mi coche, y casi me lleva uno por delante. Mariè gritaba por detrás que tuviera cuidado y acto seguido me cogió de la mano hasta colocarme en el interior del coche. Para mi sorpresa, el asiento era blando y confortable, casi como una cama de hierbas bien mullida. Piérre, que se sentaba delante, saludó con otra sonrisa. Llevaba una especie de círculo giratorio en las manos. También había un sin fin de palancas, botones... ¡Desde luego era un animal extrañísimo!
Mirando por los ojos del animal (Mariè me explicó que se llamaban "ventanas") veía multitud de estructuras y paisajes sin ningún sentido para mí. Los coches cabalgaban con mucho orden encima de unas líneas blancas en el suelo. A veces se oía un “piiii”, yo deduje que era una especie de comunicación entre ellos. Otra cosa que me sorprendió mucho es que... ¡estaba lloviendo, y no parecían prestarle ninguna importancia a las gotas de agua que chocaban constantemente contra las ventanas! Solo había visto esa escena una vez en las Dunas; ese día fue uno de los mejores que recuerdo, desde entonces he soñado con volver a ver la lluvia, que me mojara la piel, que me empapara la cara... Sin embargo, la gente que caminaba al lado de los coches llevaba una especie de techo portátil para evitarla. Mariè me preguntó en el viaje que qué tal lo había pasado en el avión. Por lo visto, un avión era otro de esos animales metálicos, pero este era un pájaro: volaba más alto que las nubes con muchísimos pasajeros en su vientre. Le respondí que bastante raro. En efecto, me había sorprendido tanto que no me salían palabras con las que describir la sensación de estar a kilómetros del suelo. Le expliqué que me agarré lo más fuerte que pude a unos barrotes que salían del asiento, por miedo a que el pájaro hiciera un tirabuzón repentino. Mariè soltó una carcajada al oír esto, no se por qué.
A medida que avanzábamos, el camino se estrechaba, y se podían ver las casas más extrañas que haya visto en mi vida. Eran tan altas que parecían tocar las nubes, y dentro de cada una vivían muchas personas. Mi “vursoke” (que en mi tribu significa “cuidadora”) las llamó “pisos”. Aprendí también qué era un semáforo, y un paso de cebra, y una tienda, y... Jamás me había sentido tan emocionado de ver tantas cosas nuevas. Al fin, llegamos a una casa baja de color naranja chillón, rodeado de plantas de un verde intenso. También tenía muchos adornos, pero les presté poca atención; por hoy ya me había sorprendido suficiente.
Entramos a la casa impacientes, y antes de que me diera tiempo a observar mi nuevo hogar, Mariè chilló:
-¡¡¡Anne, ya está aquí el chico saharaui, ven a conocerlo!!!
Al momento, una chica de más o menos mi edad, alta y un poco gorda bajó a trompicones por unos tablones de madera que conducían a la planta superior, que por lo visto se llaman “escaleras”. Me dedicó una sonrisa de mala gana y al ver este comportamiento, Mariè tiró de ella hacia una lugar aparte y la oí regañar:
-Hija, por favor, vas a aprender muchas cosas de él, va a ser una experiencia interesante para todos, ¡alegra esa cara y sé educada con Unai!
-Joder, mamá, ya te lo dejé claro antes, no me da la gana de meter a un negro en nuestra casa...
Pierre me acompañó a lo que sería mi nuevo dormitorio. Quedé maravillado ante la inmensidad de la vivienda. ¡Y pensar que mi choza era mucho menos de la mitad, construida con grandes hierbas y compartido con 6 de mis hermanos! Por lo visto era un trastero, y Piérre me pidió perdón por no ofrecerme una habitación de verdad, puesto que Anne no había cedido a compartirla. Ni falta que hacía perdonarle, aquel trastero era lo más grande que había tenido nunca para mí solo. Un rato después, la vursoke nos avisó de que la cena estaba hecha. Pensé que habría ido a cazar algún animal en los alrededores, y ahora nos tocaría despellejarlo y quitarle los huesos; pero todo fue muy diferente. Comíamos sentados alrededor de una mesa, y debíamos utilizar unos instrumentos rarísimos para cortar y pinchar la carne. El recipiente de cerámica en el que iba servido la comida iba acompañado de alguna que otra verdura. Antes de atreverme a pensar que Mariè había hecho un largo viaje para traernos la carne y las verduras, pregunté dónde las había conseguido para que estuvieran tan frescas y sabrosas. La vursoke se rió tan risueña como siempre, y me contó que la comida ahí se conseguía en “supermercados” donde se cambiaba la comida por “dinero”. Como no sabía qué era el dinero, Mariè me enseñó un trozo de papel arrugado verde y con muchas inscripciones, y una chapa de metal oscuro con un dibujo. ¿En serio eso valía más que todos aquellos alimentos? No lo comprendía. Mientras conversábamos y yo aprendía a coger el cuchillo y el tenedor, Anne permanecía inmóvil en su silla, con los ojos clavados en un cacharro blanco y rectangular con el dibujo de una manzana mordisqueada por detrás.
-Anne, por favor, no uses el móvil cuando estamos en la mesa.
-No tengo hambre -dijo a la vez que se levantaba de la silla moviendo los dedos con rapidez.
-¿Y vas a dejar toda esa comida ahí sin tocar? -pregunté atónito, puesto que en las Dunas aquel plato hubiera sido devorado hasta el último trozo.
Como respuesta, Anne cogió su plato y tiró el contenido a una bolsa y dijo: “Ya ves”. Atraído por la curiosidad, miré el interior de la bolsa, aunque Piérre me había dicho que todo lo que había allí estaba en ese lugar porque era inútil. ¡Montones de comida sin acabar aparecieron ante mis ojos! ¿Cómo puede ser que en mi tribu haya tantas temporadas sin nada que comer, cuando a los del norte les bastaba con ir a ese supermercado para llenar sus estómagos, y encima luego desperdiciaban más de la mitad de la comida que compraban? Todo lo que me había cautivado el Norte al principio, ahora me iba disgustando poco a poco.
Después de la cena decidí irme a dormir y aclarar un poco la mente. Habían pasado tantas cosas ese día... Y todo era muy diferente a las Dunas. Allí éramos felices, eso sin duda, pero no se puede negar que seríamos más felices aún si viviéramos con las necesidades aseguradas, con la certeza de que al día siguiendo íbamos a seguir vivos. Aquí, sin embargo, viven como si la muerte les fuera indiferente, como si no les importara morir mañana o dentro de 50 años y tiran las cosas usadas como si nadie las fuera a necesitar... Me dormí sumido en un mar de preguntas, a las que pronto encontraría respuesta.
A la mañana siguiente, Mariè me despertó para anunciarme que debía ir al colegio y que me apresurara si no quería llegar tarde. “¿Llegar tarde? ¿Qué más da llegar antes que después, si sabes que vas a llegar de todos modos?”, pensé. La respuesta a mi pregunta estaba colocada en la pared o en la muñeca, tenía forma cuadrada o redonda, números del 1 al 12 y agujas. Probablemente, el “reloj” sea de lo que más odie del Norte. Anda controlando la vida de los blancos, que siempre parecen estar ocupados porque el reloj les dice que de tal hora a tal hora deben estar en un determinado lugar haciendo una determinada cosa. ¡No saben vivir y esperar a que las sorpresas hagan todo más interesante! En las Dunas, nuestra única medida del tiempo es el Sol y las estrellas, y nosotros mismos.
Cuando la vursoke me mencionó el colegio, nunca imaginé que llegaríamos en 20 minutos a pie. Fuimos acompañados de Anne, que no dejaba de mirarme con asco. Aquella niña caprichosa me empezaba a caer mal... ¡y eso que yo no le hacía nada! Por desgracia para mí, los otros niños del colegio no actuaban demasiado diferente. En todos lados oía cómo me gritaban “¡Negro, negro!” y se reían. “Sí, y vosotros sois blancos, y no ando gritándolo porque hasta un tonto se daría cuenta”, pensaba. El transcurso de las aulas se me antojó horrible. Yo había ido muy pocas veces antes al colegio, cuyas clases consistían en unos pequeños cuartuchos sin mesas y un montón de papeles, roídos por el tiempo, donde escribir. En cambio, allí dotaban de todas las tecnologías que se pudieran imaginar. Y los alumnos no dejaban de hablar e interrumpir a la profesora, como si no les interesara lo que decía. ¡Pero cómo no les va a interesar si les están enseñando cosas para cuando el día de mañana las necesiten saber! ¡Y aun así desperdician las clases! Más de una vez les pregunté por qué venían al colegio además de para fastidiarles las clases a los demás, ellos, tras multitud de risas e insultos respondían “Porque me obligan”. Y yo no podía pensar en otra cosa más que tenían el cerebro del tamaño de un grano de arena.
Mi estancia en el Norte duró apenas un mes, pero a mí se me hizo eterna. Echaba de menos las Dunas, en todo momento. Cuando mi vursoke conducía el coche entre el ruidoso tráfico de la ciudad, recordaba la brisa sigilosa que revolvía las montañas de arena y en apenas segundos todo el panorama había cambiado, y sin el más mínimo ruido. Si me sentaba en la mesa a comer, mi mente se invadía de las conversaciones alegres de la tribu y las aventuras trepidantes que contaban los cazadores. A veces las echaba tanto de menos que me escabullía al tejado de la casa y me hacía un ovillo llorando, regañándome a mí mismo por no ser tan fuerte como esperaba. En estos momentos dirigía la mirada al cielo en busca del consuelo de las estrellas. Pero lo único que encontraba era una oscuridad vacía, que al mirarla, daba la sensación de que estaba ciego.
El día de despedirme del Norte llegó, y yo estaba muy contento y lleno de historias que contar. De alguna manera me sentía un sabio, porque ni los más antiguos “towenaar” (ancianos de la tribu) habían pasado las fronteras de las Dunas.
Después de muchas horas de viaje, pronto estuve encima de la arena dorada de las Dunas y un soplo de viento me acarició las mejillas a modo de saludo. Una lágrima de felicidad cayó al suelo, y se perdió para siempre entre la arena infinita. Por mucho que cambien las formas de las montañas de arena, el desierto nunca será un misterio para mí. Lo conozco como la palma de mi mano y cuando el sol se oculta y ya no me sirve de orientación, las estrellas lo reemplazan. Por eso llegué al campamento en apenas dos horas. Es verdad que este cambia de ubicación con las propias Dunas, pero cualquier Vanjerdrok sabría a dónde dirigirse solo guiándose por el alma. Al llegar, cien ojos brillantes se volvieron hacia mí con emoción. Es verdad que los ojos de los blancos son preciosos; es más, podría pasar años contemplando los ojos de Pièrre, que tenían el color de un día lluvioso, pero no hay nada como la mirada de un Vanjerdrok. Al instante estuve rodeado de risas, gritos, lágrimas de alegría, preguntas nerviosas... hasta que Son, el towenaar más sabio de la comunidad, pidió silencio y articuló lentamente:
-Unai, cuéntanos tu viaje al norte.
En un principio mi respuesta fue un largo silencio. No sabía por dónde empezar, hasta que Guipu comprendió lo que me pasaba y comentó:
-Debe de ser un lugar fabuloso, mucho mejor que este.
-En absoluto, Guipu –empecé mi explicación-. Es verdad que allí los blancos tienen todo lo necesario y mucho más para vivir; los niños van todos los días a la escuela, y dicen que van “obligados” y casi todos ellos en su vida no han pasado ni un día sin comer, solo van a un sitio que se llama “supermercado” y allí intercambian la comida por unos cuantos papeles con el nombre de “dinero”. Pero este dinero que les da la vida, también les hace avariciosos y egoístas. Siempre quieren tener más, y cuando ya lo tienen, no es suficiente. Sus únicas ambiciones se basan en un estudio, un trabajo, ¡lo que sea! Pero solo para conseguir el dinero. Y lo peor es que, a pesar de que jamás sufren por hambre o porque les ataque un animal, no son felices, las sonrisas son muecas extrañas en los rostros de la gente.
-¿Y cómo puede ser que ellos que lo tienen todo no sean felices, y nosotros que no tenemos nada, si lo seamos?- inquirió un cazador joven.
-No son felices porque se han olvidado de vivir. Cada momento está calculado: a tal hora tienen que estar en tal sitio, no pueden hacer esto ni lo otro, se debe ir siempre por tal lugar, siempre quieren saber qué tiempo va a hacer el día siguiente... Hay tantas reglas en esa sociedad que se olvidan de los pequeños placeres de la vida. Hablan de tristeza cuando están devorando una deliciosa comida. Lloran cuando están dentro de una casa gigantesca en la que pueden dormir sin pasar frío. Dicen que su vida es un asco cuando lo tienen todo y más. Es por eso que ellos son mucho más pobres que nosotros... ¡Solo tienen dinero y un montón de cosas materiales, en las que buscan cariño y jamás lo encuentran! Nosotros tenemos muchas cosas más: aventuras, emociones, historias, juegos... Es por eso que las Dunas es un lugar infinitamente más bonito que el Norte.
Durante esa noche me rogaron que les contara cómo era el mundo fuera de las Dunas. Y durante la siguiente noche, y la siguiente también. Me empezaron a llamar el “kazaribu”, que significa viajero del norte. Muchas veces me preguntaron si volvería al mundo de los blancos. Entonces miraba al cielo estrellado y recordaba aquella bóveda de infinita oscuridad en el norte, y les respondía:
-Las Dunas son mi hogar, y las estrellas mis guardianas. Jamás las volveré a abandonar.
El chico de los aviones
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Ana Santos Núñez
Quiero volar. Volar. Ése es mi lema. No tiene nada que ver con un anuncio de Redbull o el eslogan de un banco. Para mi es literal. Me apasiona pilotar la vieja avioneta YV615 blanca de mi abuelo. Me gustaría hacer algo más grande algún día,pilotar un avión de pasajeros o una avioneta nueva y moderna como las de ahora. Pero no me dejarán. Es más, si algún día la avioneta del abuelo se estropease, mi contacto con los aviones quedaría reducido a mis juguetes de cuando era niño. Todo cuesta dinero, por eso me dicen que no vale la pena luchar, que dicen que no vale la pena luchar, que esto es un hobby, un pasatiempo y no una vocación. Me lo dicen todos, todos menos mi abuelo <<Haz volar este cacharro y serás libre como el viento>> me decía enseñando su diente de oro. Ahora que no está, nadie en la familia quiere que estudie aviación. Mis padres han reunido el dinero justo para que vaya a la universidad, quieren que estudie derecho y que me vaya a una gran ciudad a probar suerte. Pero no quiero dejar la granja, ni la avioneta.No quiero cumplir con todos esos planes que han hecho para mí. Si lo hago cuando vuelva la avioneta será un montón de chatarra inservible y no volverá a volar. Algunas personas están hechas para ser libres, yo soy una de ellas.
Cierro las manos sobre el volante, tapizado en cuero marrón. El cuero es suave y está caliente, quema. El abrasador sol de agosto lo ha ido quemando hasta que algunas partes se han levantado, dejando a la vista un material negro y firme. Contemplo la granja desde mi asiento, también tapizado en cuero marrón. Hoy voy a ser libre.
Pongo en marcha el motor y me concedo un minuto para oír cómo ruge. Cierro los ojos, y cuando el olor de la gasolina llega hasta mi, los abro. Acciono dos palancas gemelas y quito el seguro. El aparato empieza a rodar. Es un momento crucial, cuanto más vieja es la avioneta, más me cuesta despegar y este trasto tiene muchos años.
Distraído, pienso en el avión que mañana me llevará a la universidad. <<Yo no soy pasajero, soy piloto>> digo en voz alta tirando del volante hacia mi y haciendo despegar el aparato a la primera.
Unos minutos después el incansable viento azota mis rizos salvajes sin pausa. Voy a toda velocidad. Corto algunas nubes bajas y esponjosas atravesándolas con la avioneta. Y grito. Grito para que me oigan, para que se enteren de que esto es mi vida, para que sepan que yo debería ser un águila.
Sobrevuelo bosques, prados y ciudades hasta que pierdo la noción del tiempo. Sólo recuerdo la hora que es cuando un agudo pitido me avisa de que el depósito está vacío y la avioneta comienza a fallar. Tengo miedo e intento arrancarla de nuevo, pero es inútil, ya voy planeando. Estoy a mucha altura, la caída tardará unos minutos. Serán eternos. Aquí no hay caja negra, no hay boli ni papel. Nada con qué despedirse. Mi destino está sentenciado. Decidido a aceptarlo sin miedo, me seco una lágrima que se resbala por mi mejilla y rezo. Rezo para distraerme, para distraerme porque no puedo dejar de pensar lo violenta que será mi muerte. Quizá mis padres consigan que la universidad les devuelva el dinero. Quizá les den una indemnización. Quizá utilicen el dinero para pagarle la universidad a mi hermano. Quizá su suerte cambie y las cosas les vayan mejor. Quizá...
Pierdo altura vertiginosamente. Por lo menos podrán decir <<Ese chico murió haciendo lo que amaba>> Sí, dirán eso y seré un héroe. Si sigo descendiendo así me estrellaré contra otra granja. Tengo que desviarme. Estoy tan cerca que puedo distinguir la granja, es la de Toni, un amigo de mi padre. Tiene tres hijos.
Tiro del volante todo lo que puedo, pero hace tiempo que planeo y no tengo control alguno sobre el aparato. Puedo soportar mi muerte, pero no el destrozar una familia por un fallo mío. Por no comprobar el depósito. Balanceo todo el peso de mi cuerpo hacia la derecha. Todo a la derecha. Un leve desvío de la avioneta hace que toda ella vire. Evitando así la granja. Estoy prácticamente boca a bajo. Si tenía alguna posibilidad, ya no la hay. Pero he sorteado la granja y eso es lo importante. Sonrío y cierro los ojos esperando el impacto. Pero éste no llega y no me quedan fuerzas ni tiempo, para ser fuerte. Llamo a gritos a mi madre, a mi abuelo. Ya no grito para ser libre. Al poco se me quiebra la voz y no puedo gritar. Susurro un débil y frenético gracias a mi familia y amigos por todo lo que han hecho por mi. Por soportar al chico de los aviones. El impacto llega y me estrello contra un prado vacío.
Un golpe brusco en la cabeza. Veo borroso y oigo mucho ruido amortiguado. Y, ahora, nada. Unos puntos rojos que aumentan y disminuyen mientras bailan por el horizonte de mi visión sustituyen a las imágenes borrosas. Aturdido cierro los ojos apretándolos. Me cuesta pensar, lo hago con demasiada lentitud y es agotador. Cuando los abro los puntos se mueven más rápido y oscilan entre el rojo y el morado. Comienzo a oír pitidos y no sé qué pasa. Sigo así unos minutos hasta que ya no puedo pensar, ni rápido ni despacio, y me cuesta recordar. Sólo siento un dolor agudo, pero carece de importancia. Saboreo el férrico saber de la sangre resbalándose por mi garganta y luego, poco a poco, todo acaba. No veo nada, no siento nada.
Absolutamente nada.
Sin título
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Andrea Lara Robledo
Son 6:15 de la tarde. Suena la sinfonía de su teléfono, es Flor.
-Hola, ¡nena!
-Hola, llegas tarde.
-Lo sé, nena, lo sé. ¡Pero mejor tarde que nunca!
-Bueno lo que tú digas, ¿cuándo llegas?
-5 minutos, nena, ¡no tardo más!
-Vaaale, ¡pero si tardas más no espero por ti!
-Voy volaaaaaaando, chao, un beso.
-Chao, un besín.
Lara se levanta de la cama y enciende el portátil. Abre la carpeta en la que tiene toda la música. Hoy opta por McFly. Comienza a sonar "Hypnotised". Se mira al espejo, tiene que estar perfecta. No le convence esa camiseta, pero no tiene ganas de volver a poner su armario patas arriba, así que decide navegar por Internet. Enciende su Twitter, ¡un nuevo seguidor! Ya no lo usa tanto como lo usaba antes, que extraño que tenga un follower. Abre su perfil. Es un tal Mario Fuentes. Mira su foto y la verdad no está nada mal, pero como no lo conoce de nada no lo sigue. Suena una nueva canción, el modo aleatorio pone"American Idiot" de Green Day, perfecta para animarse antes de la fiesta. Abre su Tuenti, tiene una nueva notificación. Una nueva petición de amistad del mismo Mario Fuentes. No lo acepta pero tampoco lo ignora. Prefiere dejar la música e irse a mirar otra vez al espejo. Nunca se había mirado tanto, está muy nerviosa. Pero es la primera vez que va a ir de fiesta, y aunque tiene muchas ganas y le han contado que es genial, tiene miedo. En realidad no tiene miedo tiene muchísima vergüenza al imaginarse un lugar lleno de chicos y chicas bailando y conociéndose, solo de pensarlo le tiemblan las piernas. Lara es demasiado tímida, nunca ha salido con un chico, aunque algunos le han pedido, pero no es capaz a contestarles.
Suena el timbre de la casa.
-¿Sí?
-¡Te lo dije! ¡Cinco minutos! Ni uno más ni uno menos.
-Así me gusta, florecilla.
-¡Ya sabes que odio que me llames así! Bueno, ¿subo o bajas?
-Mejor vete tú, que me duele la cabeza, si eso vamos juntas otro día, ¿vale?
-No, señorita no, ya me he tragado esa excusa tres veces, ¡hoy vas aunque sea a rastras!
-Por favor, tía. no me hagas esto, no estoy preparada.
-¿Que no estás? ¡Llevas tres sábados diciéndome lo mismo! Así que o bajas ahora o subo yo y te arrastro hasta allí, tú verás.
-Bueno, dame dos minutos, ahora bajo.
-Voy a poner el cronómetro de mi móvil, ¡como en dos minutos no estés abajo subo yo!
-¡Que sí!
Cuelga el telefonillo y vuelve a su habitación, coge el móvil, la cartera y un pañuelo, no le hace falta bolso. Se despide de sus padres y baja en el ascensor. Se abre la puerta y aparece Flor:
-¡Ya iba a subir!
-¡Pero si no ha pasado ni un minuto!
-Pues según el cronómetro de mi móvil han pasado tres.
-Lo que tú digas, ¡qué guapa estás!
-¡Y tú! Pero pareces una monja, ¡no enseñas nada!
-Ya sabes que no me gusta llamar la atención. Además no me queda bien, ya sabes.
-Joder, tía, siempre igual. ¡Estás buenísima!
-Como digas otra chorrada más me voy a casa.
-No es una chorrada, soy muy sincera, pero quiero tener la noche tranquila, así que vamos a picar ya a Elvira que llegamos media hora tarde.
Salen del portal, hay unos chicos de su edad, bastante arreglados que también parecen ir de fiesta. En cuanto se fijan en ellas las empiezan a halagar. A Flor le encanta que le halaguen, así que les complace con una sonrisa, pero Lara empieza a enrojecerse, y solo piensa en esfumarse de allí. Flor se da cuenta en intenta ayudarla agarrándola del brazo. Pero en cuanto Lara nota el contacto, empieza a andar cada vez más rápido, a lo que Flor la agarra un poco más fuerte y le susurra unas palabras al oído para que se tranquilice. Ella respira hondo e intenta relajarse. Se tiene que acostumbrar a eso. Cinco minutos más tarde llegan al portal de Elvira, que baja al minuto, está ansiosa por ir a la discoteca.
Después de saludarse Elvira se fija en Lara, está muy pálida, y hasta juraría que está temblando.
-Tía, tranquila, no es tan malo como piensas, es un sitio en el que vamos a conocer gente y divertirnos, no tienes que ir para pasarlo mal -le dice Elvira con voz suave y calmada.
-Pues me voy para casa, ya sabéis que soy muy vergonzosa, el conocer gente no me gusta nada, me muero de vergüenza, sé que para adolescentes como nosotras tiene que ser divertido pero hay gente que está destinada a ser una marginada social, como yo.
-Anda, no digas tonterías, tú eres una persona genial, y sí, eres tímida, pero cuando te conozcan de verdad y pierdas la timidez, no dirás lo mismo -le dice Flor intentando animarla.
-Bueno, yo me voy, en serio no puedo -dice Lara con un hilo de voz tembloroso.
-Mira, no te voy a arrastrar hasta allí como haría Flor, pero sinceramente es una pena que te quedes en casa pensando lo que podría haber sido en vez de comprobarlo por ti misma. Puedes probar, y si no te gusta no vuelves o pruebas en otra discoteca, y que sepas que Flor y yo siempre te apoyaremos en todo lo que hagas -le dice Elvira a Lara.
-Muchas gracias, chicas, de verdad, no sé qué haría sin vosotras -comenta Lara un poco emocionada.
-Anda, tía, no te pongas sentimental, ¡vamos a pasarlo bien!
Igual ellas creen que es un poco exagerada, pero a decir verdad no sería nada sin ellas. A veces piensa cómo pueden aguantarla, ellas tienen algo especial que las hacen increíbles.
La tercera parada está dos calles abajo, la casa de Bruno, el novio de Flor. Antes de llegar Flor saca el móvil y escribe un mensaje a Bruno, pero no un mensaje normal, un mensaje empalagoso, lleno de corazones y “te quiero”. Cinco minutos más tarde cruzan la esquina y ven a Bruno apoyado en la pared mirando el móvil.
-¡Hola, chicas! ¡Vaya guapas que estáis todas!-exclama Bruno muy eufórico.
-Muchas gracias, pero está claro que te gusto más yo -dice Flor con un poco de celos.
-¡Por supuesto! Tú eres la flor más bonita de todas.
-Oye, pero...
Y antes de que pueda hablar y replicarle se funden en un beso.
Quince minutos más tarde llegan a la discoteca; Flor, Bruno y Elvira, con muchas ganas de divertirse, en cambio Lara, está temerosa. Llegan a la entrada, les enseñan sus carnets y entran sin problema. Lara mira al frente y divisa un pasillo y, al final, una puerta, la entrada a la discoteca. Flor, Elvira y Bruno aumentan el paso, en cambio Lara lo disminuye. Elvira se percata de que Lara tiene miedo, así que también disminuye el paso y deja que Bruno y Flor entren.
-Cielo, tranquila, no tienes que temer nada.
-Si lo sé, pero creo que no estoy hecha para estas cosas.
-Vamos a entrar y así lo averiguamos.
Elvira se adelanta cinco pasos y abre la puerta, y cuando mira hacia atrás ve a Lara boquiabierta. La agarra de la mano y tira de ella hacia dentro. Hay de todo, una barra para pedir bebida, sillones, una pista de baile, música a todo volumen y hasta un DJ. Elvira arrastra a Lara hacia la pista de baile y empieza a bailar. A Lara le da un poco de vergüenza y se balancea un poco, pero poco a poco va cogiendo confianza y baila con más ganas. Diez minutos más tarde se acerca un chico a Elvira, ella se gira hacia el y al comprobar que es bastante guapo le sonríe y comienzan a bailar juntos. Lara ve a un chico que la está mirando. Como no quiere nada con nadie se da la vuelta. Aparece otro. Le está empezando a entrar el pánico. Se gira otra vez y ve al chico de la primera vez acercándose hacia ella. Está hiperventilando y sin pensarlo dos veces comienza a correr hacia la salida. Tropieza con pies pero no se gira ni a disculparse, solo quiere huir de allí. Ya en la salida ve un poco más lejos un bordillo, se sienta y comienza a llorar. Llorar por su estúpida timidez que le impide hacer muchas cosas. Oye unos pasos y ve una sombra en el suelo. Esa sombra se sienta a su lado. Lara respira hondo y se quita las lágrimas para ver quién se ha sentado a su lado.
Le mira, la mira, por fin se han encontrado. Dos insignificantes motas de polvo dispersadas por el mundo ya han encontrado su lugar, juntos. Su cara angelical se ilumina por momentos, la está viendo, es ella. Trata de encontrar palabras para describir lo que siente, pero no puede, y es que no hay palabras para describir tanto. Sin pensarlo dos veces la abraza. Se fundieron en un abrazo tierno, lleno de pasión, ambos desearon alargar ese abrazo sin límite de tiempo. Al separarse, una cálida lágrima brotó de aquel ojo verde menta. Una lágrima llena de angustia, quizá de amor, de haber encontrado su amor. Él dulcemente deslizó su dedo sobre su piel. Al quitarle aquella lágrima, supo que estaría con ese chico el resto de su vida.
Ese día empezó un nuevo capítulo en sus vidas, un capítulo que ninguno quería que terminara jamás.
Escritores
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Ángela Martín Carranza
Ser escritor no es fácil.
Por mucho que nos empeñemos en hacer ver esto a la gente normal, nunca lo conseguiremos. Nunca lo entenderán, porque ellos no son escritores. Creen que escribir es solo coger una hoja y empezar a poner frases en ellas. Vamos a probar: “Mi estuche es rosa” “Mi gato se llama Misifú” “Quiero una casa grande”. Queridas personas que pensáis que eso es ser escritor, siento decepcionaros, pero estáis muy equivocados.
Y ahora pensaréis: “¿Qué dificultad puede tener ser escritor?”. Pues muchas. Pero, por encima de todas esas dificultades, está la recompensa que ganas al escribir. No, no es nada material, es mucho mejor. Para que lo entendáis, voy a contaros las diferencias entre un escritor y una persona normal.
La persona normal vive en el mundo real. Ese aburrido mundo en el que no puedes cambiar nada y tienes que conformarte con lo que venga. Las únicas personas a las que conoce son las que están a su alrededor. Los únicos sentimientos que conoce son los que ha vivido. Los únicos sitios que conoce son los que ha visto. La persona normal tiene que esperar a que pasen cosas en el mundo real. La persona normal no ve más allá de lo que sus ojos le permiten. La persona normal no piensa más que en cosas normales, fáciles y, por lo tanto, aburridas. La persona normal es ciega.
El escritor vive en dos mundos: el real y imaginario. Tiene la capacidad de crear un mundo diferente al que ve la gente normal. En ese mundo puede hacer lo que quiera: Aparecen los personajes que él desee, con las cualidades que elija, en el sitio que él quiera, haciendo lo que al escritor le de la gana. El escritor conoce a dos tipos de personas: las que están a su alrededor y los personajes de sus libros. El escritor conoce sus sentimientos y los de sus personajes. El escritor conoce sitios a los que no ha ido. El escritor puede hacer que las cosas pasen cómo, cuándo y dónde quiera en el mundo que ha creado. El escritor está siempre pensando qué hacer en su mundo de fantasía. El escritor puede irse a vivir a su otro mundo cuando no le guste lo que hay en el real. El escritor es capaz de ver.
Aunque no lo parezca, son dos personas distintas. Con vidas distintas, que piensan las cosas de distinta manera. Todo el mundo puede ser una persona normal, pero no todos pueden ser escritores. Es algo que está en ti, no algo que puedes cambiar o decidir a tu antojo. O se es escritor o no se es. Pero en la vida de los escritores no todo es un camino de rosas. Siempre hay ciertas dificultades.
Por ejemplo, pongamos que un escritor está caminando por la calle pensando en lo que hay en su mundo de fantasía, el cual pretende trasladar a un libro. Y de repente se da cuenta de que hay algo que no encaja. Una edad, una persona, un espacio de tiempo, una cualidad... Y entonces el escritor se desespera por unos segundos. Ese mínimo fallo puede suponer tener que cambiar prácticamente todo su mundo imaginario, porque para él tiene que ser lo más realista posible. Pero luego se tranquiliza y ajusta edades, tiempos, personas y cualidades. Y revisa que todo esté en orden. Y se pregunta cómo se le pudo pasar algo tan obvio como una edad, un tiempo, una persona o una cualidad.
Pongamos otro caso. Un escritor está dentro del mundo imaginario de otro escritor. Y os preguntaréis: ¿cómo puede hacer eso? Pues muy fácil, leyendo su libro. Mientras el primer escritor lee el libro del segundo escritor, se le ocurre una cosa. Ha visto algo en el mundo del otro escritor que le gustaría trasladar al suyo, y entonces se pone a pensar cómo puede incluirlo. Cambia cosas, elimina lugares, modifica sucesos... Y hace que su mundo irreal sea mejor gracias al mundo irreal de otra persona como él.
Y también está el problema de los problemas. El que un escritor se va a tener que encontrar muchas veces en su vida. Un problema que puede representarse con una sola palabra, y que asusta a cualquier escritor: la repetición. La temida repetición. Que estés releyendo lo que has escrito y que te des cuenta de que has repetido la misma palabra tres veces en un párrafo. La odiada repetición. Donde más suele aparecer es en dos partes de los libros de los escritores: En los diálogos y con los nombres. En los diálogos, cuando tienes que indicar quién dice cada cosa, lo normal es que pongas “dijo”. Pero no puedes pasarte tres hojas poniendo “dijo”, porque suena muy repetitivo. Así que tienes que utilizar otras palabras como “preguntó”, “inquirió”, “respondió”, “intervino”, “exclamó” o “gritó”. Y hacer que queden bien con el texto no es tan fácil. En los nombres, el problema es obvio. Un personaje solo tiene un nombre, y si quieres decir qué está haciendo o diciendo tienes que repetir muchas veces su nombre. La única manera de hacer que no suene repetitivo es utilizar otras palabras para referirse a la misma persona. Por ejemplo, “mi amigo”, “rubio”, “pecoso” o incluso diminutivos. Hay que estrujarse la cabeza, queridos escritores.
También hay gente que cree que escribir es simplemente ponerse delante de un papel cuando tienes un momento libre, y no es así. La inspiración viene y se va cuando le da la gana, no es el escritor el que decide cuándo escribir. Y uno de los problemas que causa eso es que a veces la inspiración te viene en los peores momentos. Por ejemplo, en una clase del instituto. En mi caso suele ser más habitual que me venga la inspiración en horas muertas como AES, porque en ellas no estás centrando tu atención en nada. Y cuando te llega la inspiración tienes que escribir, como si fuera una necesidad. Pero hay un problema: no tienes ordenador. Afortunadamente, todo escritor que se precie lleva una libreta encima para casos como ese. Esa libreta tiene muchos inconvenientes, pero es lo que hay en ese momento. Uno de los problemas que crea es que como se escribe más despacio a mano que en el ordenador, uno no es consciente de si hace repeticiones en sus textos, y cuando los pasa al ordenador es cuando las ve. También es un problema a la hora de escribir sentimientos o reflexiones, porque es mucho más fácil escribirlos en un ordenador por el tema de la velocidad de escritura. Por eso yo cuando escribo en una libreta siempre lo hago como si fuera un borrador, porque sé que al final, cuando lo pase al ordenador, no voy a dejar igual ni la mitad de lo que he escrito.
Ya no parece tan fácil la vida del escritor, ¿eh?
Pero no todo son problemas. Hay una parte buena, una gran parte buena. Como el escritor es el que decide qué quiere que ocurra en su libro, éste se convierte en su mundo perfecto. Puede evadirse a él siempre que quiera. Y si cree que su historia es muy buena, puede compartirla con otros escritores para que también ellos sean felices leyéndola.
Yo siempre he comparado los libros con habitaciones. Cuando un escritor escribe un libro, tiene que elegir qué muebles (personajes) le va a poner a su habitación (historia). Los ordena, unos más cerca, otros más lejos, estos separados, que aquí haya un hueco... Y crea lo que para él sería la habitación perfecta. Su historia perfecta. Tú puedes pasearte por las habitaciones de muchos escritores y te pueden gustar muchas de ellas. Puede haber una o dos que te enamoren locamente y que creas que no vas a encontrar ninguna mejor, pero la que para ti será la mejor es la que tú construyas. Tú elijes los muebles, tú los colocas, tú pones los colores, tú decides. Así puedes crear una habitación que tenga todo lo que te gusta y todo lo que quieres ver día a día. Y así habrás creado tu historia, tu libro, tu otro mundo.
Así que, queridos escritores, empezar a construir. Cread ya vuestra habitación, historia, libro, mundo o como queráis llamarlo, y sed felices en él. Si alguno de vosotros quiere enseñárselo a otros escritores, que no se prive. Puede generar ideas en esas increíbles cabezas que tenemos. Escritores, escritoras, vivamos felizmente en nuestro mundo, que en realidad es la mezcla de dos.
Y para las personas normales, espero que hayáis aprendido un poco más sobre la vida de un escritor con este corto relato. Nunca volváis a decir que escribir es fácil, porque no es solo el hecho de escribir, es toda la preparación que hay detrás. Respetad a los escritores y no menospreciéis su trabajo.
Y, por qué no, visitad nuestras habitaciones de vez en cuando.
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